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Arrebatos de desesperanza

Antonio José Monagas

Sin duda, en Venezuela el odio carcomió las bases de un país político que hasta hace poco, se preció de la fuerza de su emocionalidad representada en la hospitalidad, solidaridad y capacidad de afecto de los venezolanos. Venezuela caló como sociedad en los registros que daban cuenta del calor humano que bien caracterizaba a su gente. Sin embargo, el deslave político que se dio luego del ingreso del país al siglo XXI, significó la apología del desaliento de tan animado sentido de convivencia que caracterizó la realidad social venezolana.

Esos sentimientos de integración y correspondencia humana, se vinieron abajo. Desaparecieron del mapa nacional. El país comenzó vaciarse por causa del asedio de prácticas políticas que conspiraron contra la confraternidad que hizo de Venezuela un país diferente. No sólo por su economía, y el ambiente político que fue referencia para América Latina. También, dado el carácter dicharachero que distinguió al venezolano cada vez que su presencia fungía como símbolo de excelsitud en ámbitos internacionales. Y desde luego, al interior de las fronteras nacionales.

La figura del “hombre nuevo” o del “nuevo republicano” que propuso el gobierno militarista educar, para beneplácito de la prometida y ansiada “sociedad democrática, participativa y protagónica, multiétnica y pluricultural” referida por el preámbulo de la Constitución de la República sancionada en 1999, se transfiguró en lo contrario. De los esfuerzos adelantados por el alto gobierno, sólo se consiguió dar forma a un venezolano soberbio, engreído, colmado de odio y resentimiento. Pero sobre todo, tentado a insultar a quien retrase su paso. O porque intenta hacer del orgullo militar un instrumento para despotricar contra quien manifieste alguna postura que contravenga la tendencia represiva en curso.

La propensión a estimar el horizonte venezolano desde la perspectiva militarista, marcadamente vertical, condujo a que las ejecutorias gubernamentales comenzaran a deformar el lado civilista de la sociedad. La concepción de ciudadanía se extravió al extremo que las políticas que emprendió el gobierno desde su arribo al poder en enero de 1999 y que luego se exacerbaron desde 2012, llevaron a exagerar el tratamiento que merecía el pueblo venezolano. Más por el hecho que representa el actor político por condición propia, a quien debe otorgársele la mayor consideración desde las instancias que reproducen las disposiciones del Ejecutivo Nacional. Pero no fue así.

2001 fue el año en que, prácticamente, los ánimos gubernamentales se encandecieron dado ciertos anuncios que significaron la movilización del Consejo Nacional Electoral de cara a eventos  comiciales que estaban por venir. Quizás, los mismos asustaron a gobernantes ya henchidos e hinchados por la soberbia que ocasiona las alturas del poder. Aunque también, vale referir el ya desproporcionado afán de poder que comenzaba a minar el sentido democrático en los gobernantes de turno.

Definitivamente, el país comenzó a palidecer ante tanto arrebato de furia asociado a manifestaciones de rencor, venganza y humillación que fueron dándose como factores de agravio y de sometimiento a proyectos de vida de tantos venezolanos que no compartían las imposiciones que el régimen revolucionario ya venía dictando como obligado guión de gestión gubernamental a seguir por el conglomerado nacional. Políticamente, el país se transformó en laboratorio político alrededor del criterio que la teoría política expone para referir el disentimiento que comúnmente se da entre “amigos y enemigos” en la mitad de todo desencuentro político que no disponga de reglas de civismo y ciudadanía. Tanto así que el mismo presidente de la República, planteaba convertir en “polvo cósmico” a quienes no respaldaran sus propuestas.

La creación de los temibles Círculos Bolivarianos, en conjunto con el aterrador acecho de altos y medianos funcionarios, pervirtieron al clima de sosiego que dominaba en 1998. Aunque, como producto de la antipolítica reinante. Estadio éste de ocurrencias aprovechadas por el movimiento político que encauzó el correspondiente triunfo electoral en diciembre de 1998.

Sin embargo las razones que incitaron el problema que desfiguró el ambiente de camaradería que caracterizaba al venezolano del siglo XX, no se hallan totalmente imbuidas en la manera de cómo el gobierno militarista lastimó al venezolano en su afabilidad. Incluso, humilló sus sentimientos y arrasó con buena parte de sus proyectos de vida e ideales alcanzados. Deberá reconocerse que una parte del error que coadyuvó a arreciar el desaforo gubernamental, tiene su explicación en la desesperanza que minó voluntades y disposiciones de lucha política y social.

La ingenuidad provocada por la falta de una cultura política sólida, determinó que la ausencia de un conocimiento sobre formas de confrontar estilos autoritarios, fuera causa de peso para que el venezolano de patentizada bonhomía cayera en el juego del un gobierno que buscó, desde un principio, dividir, fracturar y romper la estructura cultural del venezolano. De ese modo, aconteció que las emociones se debilitaran hasta ser víctimas del empecinamiento que incitó a que el odio se sembrara destronando así las esperanzas que validaron en el venezolano su nobleza ante las contingencias de la vida.

Así pudiera inferirse que luego de tanto desprecio que el régimen le habría brindado al venezolano, indistintamente de su apego político-partidista, hoy ha visto vulnerado sus sentimientos por lo que acontece en el fragor de sus ideales de crecimiento y desarrollo personal. Y que verse afectado por graves -pero no enraizadas- razones, ha sido la excusa para que actualmente padezca de fuertes y contradictorios arrebatos de desesperanza.

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