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Asegurar los beneficios de la libertad

Los principios organizadores de la política exterior de un país que funciona son, inherentemente, proveer a la defensa común y promover el bienestar general ¾ seguridad y orden económico. Para lograrlo, se deben registrar lo mejor posible la realidad y las lealtades que reconocemos y explicarlas racionalmente. Se trata de declarar con palabras y demostrar con hechos, a nacionales y extranjeros, un compromiso estable con una cierta visión del mundo.

Estas nociones se aplican cabalmente a los estados comprometidos con la gobernanza eficaz, la supremacía del derecho y el control de los actos de gobierno. A los demás se les aplican parcialmente. Los socialistas internacionales creen en la planificación y no en los mercados; los socialistas nacionales, en la planificación y en los mercados sujetos a confiscaciones; y también existen los capitalistas de estado, que no rinden cuentas a nadie y usan los mercados como y cuando les conviene, como China y Rusia. Finalmente existen los socialistas mágicos del siglo XXI en Latinoamérica, que no responden a plan o mercado alguno y que se desentienden de las realidades de la producción. En Venezuela, por ejemplo, el desafío sería volver a producir el millón de barriles de petróleo por día que se desvaneció desde 2001; en la Argentina, recuperar el millón de toneladas de carne vacuna por año que desaparecieron desde 2009.

Esta multiplicidad de modelos vuelve muy difícil interpretar las decisiones políticas si no a la luz de sus resultados y, dado el tortuoso derrotero de la comunicación pública, es todavía más difícil percibir las motivaciones e intenciones auténticas de los protagonistas de las decisiones internacionales. Como los ministros de relaciones exteriores rara vez tienen peso específico en el juego del poder real, la cuestión es ¿por qué es tan importante ese segmento de la política pública? ¿No debería quedar subsumido y reflejar las prioridades internas? La respuesta es que, hoy más que ayer, el aislamiento es un espejismo insensato.

En un mundo globalizado, lo que ocurre del otro lado del planeta puede incidir en las geografías más insospechadas. Además, la naturaleza del poder en el mundo está mudando de raíz, con nuevos protagonistas y prioridades. Es por eso que los problemas del recalentamiento global, de los precios de los productos alimenticios básicos, del terrorismo, de la delincuencia transnacional, de la migración transfronteriza o de los movimientos especulativos de capitales pueden causar un impacto tan fuerte en la vida de todos los días. Esto es evidente para todo el que lo quiera ver. Por eso, es muy difícil para los gobiernos calcular los costos, beneficios y consecuencias no deseadas de muchas opciones de política. Pero gobernar es siempre prever; requiere talento e inspiración.

Muy pocos países en el mundo han cometido tantos y tan graves errores de política exterior como la Argentina, como el alineamiento con el Eje durante la Segunda Guerra Mundial o la decisión de mantener impago e irresuelto por décadas el capital e intereses de la deuda externa. La lista es muy larga. Por ejemplo, cuando los militares tomaron el poder en 1943, el producto social de la Argentina equivalía al de todos los países latinoamericanos juntos; una década más tarde, el Brasil superó a la Argentina; dos décadas más tarde, el estado de San Pablo superó a la Argentina; actualmente, el producto social de la ciudad de San Pablo supera al de la Argentina. Es imperioso economizar en errores y frustraciones.

No todo ha sido errores en la política exterior argentina del siglo XX. En diciembre de 1902, las cañoneras británicas, italianas y alemanas que habían bombardeado las ciudades de La Guaira y Maracaibo, bloquearon la costa y se apoderaron de la aduana de Puerto Cabello, por deudas impagas del gobierno venezolano a bancos de esos países. Luis María Drago, joven canciller de Roca y nieto de Mitre, condenó inmediatamente el uso de la fuerza armada contra países soberanos por sus incumplimientos financieros, la noble Doctrina Drago. El primer canciller de Perón, Juan Atilio Bramuglia, en octubre de 1948 presidió la segunda asamblea general especial y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas reunidos en París durante el bloqueo soviético de Berlín occidental. Fue gracias a su excepcional autoridad negociadora que estadounidenses y soviéticos acordaron el puente aéreo de Berlín. La lista también es larga.

La Argentina que produce valor neto no desaparece nunca, ni aun en las peores épocas de desorden. Los principales productos de exportación de la Argentina se colocan regularmente sin hacer gran ruido; el teatro Colón sigue gestando algunos de los mejores bailarines clásicos y cantantes líricos del mundo; las principales universidades y centros de investigación siguen formando profesionales y científicos reconocidos en todo el mundo; hay empresas y empresarios argentinos que compiten exitosamente en el mundo de la globalización. Hay pobreza, no hay ninguna justificación para que esa situación se mantenga y, aún así, todo se puede revertir mucho más rápidamente que en el resto de Latinoamérica si la Argentina no se convierte en un narco estado, como México y Colombia.

La agenda, en gran medida resumida en el preámbulo y la primera parte de la Constitución de 1853, no puede ser más ambiciosa: integración territorial, mejoramiento de las comunicaciones, el transporte, los puertos y los caminos, introducción de cultivos y técnicas de mayor rendimiento, nuevas industrias y procesos de producción, educación universal y gratuita, ordenamiento y garantías jurídicas, fomento de la inmigración, tolerancia y diversidad de cultos.

El siglo XXI nos exige nuevas definiciones de rumbo, del enfoque de la política externa a la articulación de nuevas metas colectivas. A los argentinos nos sobran los profesionales nativos e idóneos que pueden leer nuestros síntomas y prescribir soluciones. Porque la principal responsabilidad respecto de los desafíos que enfrenta la Argentina actual, especialmente en la selección de las alianzas externas que nos convienen, reside en los intelectuales honestos. Su autoridad es imprescindible para que el grueso de la población pueda interpretar, en democracia, los signos fragmentarios y confusos de la realidad internacional.

La Argentina ha comenzado muy mal el nuevo siglo y se enfrenta con decisiones que no puede posponer, como fijar las grandes líneas de la política exterior, actualmente desquiciada. El primer objetivo de política exterior de la Argentina es mantener relaciones inmejorables con los vecinos, empezando por el Uruguay, el primer país que debe visitar el próximo presidente. Lo requiere la seguridad y el bienestar del subcontinente y nuestro interés permanente. Luego vienen los aliados estratégicos y los principales socios comerciales (Brasil, China, Chile, Estados Unidos, Alemania). Por ejemplo, desde 1998 la Argentina es uno de los 15 aliados mayores extra-OTAN de los Estados Unidos (el único de toda América). ¿Queremos seguir siéndolo?

La mira de esta generación de argentinos debe estar puesta en reducir la pobreza a los niveles de un solo dígito de los años 1970, mejorando la salud, la seguridad y la educación.

Para ello el país debe encarar un sendero de desarrollo socioeconómico acelerado pero, hoy por hoy, carece de la tecnología necesaria. ¿Cuál es el socio ideal para obtenerla, Japón, Alemania, Estados Unidos, China? ¿A qué precio?

La educación requiere atención singular. ¿Estamos dispuestos a recurrir a los mejores, los finlandeses, para que nos asistan? Un antecedente olvidado puede ayudar. El 14 de diciembre de 1939 la Sociedad de Naciones expulsó a la Unión Soviética, por invadir Finlandia en connivencia con el régimen nazi. Fue por moción de la delegación argentina e instrucciones del presidente Roberto M. Ortiz y su canciller José María Cantilo. La Argentina no sacó nada en limpio de esa iniciativa pero era el camino marcado por el derecho internacional, que hemos extraviado.

Queda mucho por hacer pero la sensación que se proyecta al visitante incauto es que la Argentina no está embarcada en un derrotero de suicidio colectivo sino que, por el contrario, sobrecoge su fervor creativo. Que debe recuperar su mejor tradición de dar inspiración múltiple y profunda a nuestra América, a través de la racionalidad, la moderación, los principios éticos y la conciencia de su destino sudamericano. Que la mediocridad e indecencia de sus gobernantes son un padecimiento innecesario y corregible.

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