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Carabobo: Bicentenario en disputa

el problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu, y, en América Latina, justo por no haberse dado ese cambio, “la colonia continuó viviendo en la república”. José Martí

A 200 años de aquella gesta histórica que selló la independencia de lo que hoy constituye la nación venezolana, ¿cómo nos encuentra en la actualidad el relato nacional que se enarboló desde las clases dominantes y que aún se utiliza de forma maniquea para contarnos un presente que se desdibuja en los oprobios de la Venezuela actual? ¿Quiénes conforman hoy el retrato del poder que se esgrimen detrás de lo que fue la Batalla de Carabobo? A propósito de estas interrogantes, un grupo de historiadoras e historiadores jóvenes, haciendo uso de aquellas palabras que Marc Bloch escribiría en prisión y que aportó sabiamente a nuestro oficio, queremos recordar que «la historia mal entendida (puede ocasionar) también el descrédito de la historia mejor comprendida». Consideramos, entonces, que es de vital importancia reivindicar nuestro pasado histórico para la comprensión de este presente que nos atraviesa. 

La buena, pasiva y acomodaticia historia oficial, hoy como ayer, se sienta en la mesa para festejar los 200 años de la Batalla de Carabobo. Esa historia que siempre acompaña al poder y que le es útil en la medida que lo justifica se ha vestido con sus mejores galas para presentar una mirada del pasado mitificada y glorificada que en nuestro presente de nada parece servir a la mayoría de las y los habitantes de este país. Carabobo 200 años después ¿Cómo nos encuentra? ¿A qué responde el discurso patrio que se sigue mitificando desde el poder? ¿Se sienten las y los venezolanos partícipes de esa historia o es, por demás, el recuerdo de las glorias pasadas para justificar las falacias del presente?

Debemos comenzar, entonces, diciendo que esa épica patriota de la nación constituye el relato originario de nuestra identidad nacional. Desde allí se crearon nuestros símbolos oficiales, nuestras figuras paternales, nuestros ídolos mesiánicos y aparecimos ante el mundo con un proyecto de Estado-nación que empezaría a ejercer la soberanía sobre este territorio. Tras la formación de Venezuela como un país, se escondió el conflicto social que significó la independencia y quedó sujeto al discurso conmemorativo, pero necesario a los intereses hegemónicos sobre nuestros “ilustres próceres”, como parte de los eventos rutinarios para la legitimación del orden oficial. La nación como apuesta por imaginar una comunidad política que se cierne sobre un territorio. 

Ese imaginario nacionalista que se sirve de todos los aparatos culturales, se esfuerza por ocultar la conflictividad social, los intereses socio-económicos y las relaciones de poder hacia adentro, bajo la promesa de un “interés nacional” superior que se supone nos uniera y que subordina todo conflicto de intereses a la razón del Estado, que no es más que la necesidad de imponer su legitimidad. La modernización, el desarrollo nacional, la Gran Venezuela o la Venezuela Potencia, una y otra vez capturan esperanzas colectivas para que sean digeridas por la propaganda oficial y sus ofertas de salvación mesiánica.

En algún momento, la independencia fue algo más que el proyecto mantuano de autonomía comercial; luego de 1814, la participación en la guerra de pardos, mujeres, personas esclavizadas, llaneros, multitudes marginadas que integraron la base del ejército patriota, le dieron forma y cuerpo a la independencia, pero también demostraron que la nación que surgía estaba en disputa. No era una masa obediente detrás de los ilustres próceres mantuanos, sino una desobediencia desbordada que interpelaba cualquier proyecto de orden que no los involucrara, de ahí que la legitimidad de los nuevos caudillos reposara en su capacidad de representar a esa multitud que se había hecho valer a través de la guerra. La independencia venezolana no cerró un proceso, más bien dejó abiertas e irresueltas todas las contradicciones que causaron y brotaron tras la guerra.

Ese conflicto abierto fue arropado rápidamente por los supremos “intereses nacionales”, que no eran más que los intereses del nuevo puñado de generales, terratenientes y comerciantes que empezaron a gobernar este territorio y que se repartieron a diestra y siniestra, en medio de alzamientos y revoluciones, el “coroto” del poder. Fue ese el principal recurso discursivo que legitimó la posición de los gobernantes, el mito originario con que siempre se ha apelado para obtener la simpatía y el apoyo popular. Ese fue el horizonte genealógico de la identidad nacional que convirtió a la Independencia en un evento para la auto-adulación gubernamental, en el cual, la diversidad de nuestro origen, de nuestros propios conflictos, la heterogeneidad de nuestra conformación, se arropó bajo una sola bandera, con símbolos y colores oficiales, deberes patrióticos de las y los venezolanos. Un proyecto político que siguió favoreciendo a unos cuentos (cuantos).

La historia oficial, hecha para justificar el relato de las autoridades de turno, sigue más vigente que nunca, sirviendo a los intereses de quienes la han reactualizado en el presente bajo el ropaje de una historia insurgente, innovadora y crítica que supuestamente se nos presenta tal cual es, y que no es más que un discurso ideológico para perpetuar una narrativa nacionalista muy funcional al actual status quo.

Esa narrativa oficial, que tiene muy buena prensa en nuestro país, entiende la historia como hecho pasado, petrificado; es la narrativa de los monumentos, de los héroes patrios, de las estatuas y de los actos protocolares. Es la que pretende presentar el Bicentenario vaciado de todo su contenido, un Bicentenario cómodo, que no plantee preguntas, que le huya a su cita con la historia. Es una narrativa que en algún momento se nos presentó como “vanguardia” y que no hizo más que sacar de la polvorera de los años algunos nombres insignes de mujeres y hombres del pueblo para redimirse ante la historia. Es un relato que continúa siendo colonizador, hegemónico, patriarcal y funcional a los actuales intereses de la gobernanza venezolana. Un relato que una vez más ha servido para justificar las acciones en desmedro de la población. Un relato que mientras habla de “pueblo” oprime toda forma de protesta, que cuando dice “mujeres” nos manda a parirle hijos a la Patria, que cuando dice “todas y todos” es para repartir miserias sin asumir la responsabilidad. Es un relato putrefacto que se ha quedado en la narración ficcional de una Venezuela que no existe y que, al decir de Cabrujas, sigue siendo el país del disimulo.

La historia que necesitamos es una historia crítica, que no glorifique el pasado, que no justifique el totalitarismo, que no sea un instrumento del poder, que entienda los instantes de peligro y asuma su compromiso con el presente. La historia nos pide a gritos que dignifiquemos ese pasado, pero no como un instrumento del delirio colectivo de la Gran Nación, sino más bien que entendamos, reflexionemos y comprendamos cómo se constituyó ese relato, qué hay detrás, qué se esconde tras las fisuras que nos presenta esa imaginada comunidad nacional. No existen verdades universales en la comprensión de la historia, hay que escudriñar las fronteras, los límites que se nos impone como único testimonio. Debemos conocer que la Batalla de Carabobo no fue la gran gesta únicamente de Bolívar, Páez, Urdaneta, Soublette y otros héroes grandilocuentes. Por el contrario, debemos buscar la significación de esta batalla como parte de esa lucha por construir un territorio más justo para quienes vivían en él, sin perder de vista las distintas circunstancias de sus participantes. En el campo de Carabobo nos encontramos con el clímax del romance patriota que une a llaneros, pardos, mujeres y personas esclavizadas insurreccionados con el ilustre mantuanaje republicano y por eso es el recuerdo predilecto de la historia oficial; sin embargo, ese romance se hace ideológico cuando se vuelve material para los gobiernos de caudillos y comerciantes; se hacen y deshacen discursos carismáticos a cada vuelta de nuestra historia.

No podemos ver el campo de Carabobo como una reliquia, como un acontecimiento muerto. Si aquella fue una victoria, bien nos sirve para rastrear las causas de nuestra derrota en este conflictivo presente en el que nos encontramos. La celebración de los 200 años de la Batalla de Carabobo nos convoca a responder la gran pregunta del presente ¿Por qué fracasamos? Esa es la tensión del Bicentenario. Es esa la paradoja de nuestro actual tiempo histórico.

Llegamos a este Bicentenario en medio de una crisis histórica en donde el país, sus instituciones, su economía y su vida se ha desestructurado en un entramado de grupos de poder que no solo han saqueado hasta el final los recursos públicos, sino que nos plantean una transición hacia una subasta definitiva de la soberanía nacional. El país se diluye entre grupos armados irregulares, zonas económicas especiales, grupos para-policiales, mafias aquí y allá, en un proyecto de fragmentación del territorio en circuitos de extorsión y explotación de quienes seguimos viviendo en esta nación en disputa. En realidad, la épica patriótica se reduce a una triste valla gubernamental mientras le ofrecemos al capital internacional la mano de obra más barata del mundo. El Estado se muestra desnudo como la máquina para el saqueo a través del monopolio de la soberanía; mientras cada vez tiene menos que ofrecer, la propaganda nacionalista se vuelve el último recurso desesperado para revivir consignas vacías de todo sentido.

A 200 años de la Batalla de Carabobo, no queremos monumentos, ni más padres de la patria (¡¿patriarcas?!), ni discursos mesiánicos. Escupimos al suelo y le damos la espalda a la propaganda. Si tiene sentido recordar aquella gesta heroica, no es para repartir pintura, asfalto y rehacer aceras, sino para recordar que la voluntad popular puede destruir y construir mitos a su antojo, que los símbolos y las estatuas son derribadas cada vez que sea necesario, que se puede expulsar de la historia cualquier dominación cuando nos encontramos por una causa común.

Se preparan desfiles, festejos, murales y hasta la ciudad la han pintado. El cadáver Bicentenario será una vez más velado a urna cerrada, pero su féretro no deja de emanar ese olor incómodo que hace que más de uno observe desde la sana distancia. Aviones y soldados escoltan el ataúd. En la sombra, sentada muy cómodamente en el palco presidencial, está la narración oficial, inclemente ante las preguntas que el público presente quiere hacer.


Miguel Denis

Niyireé S. Baptista S.

Jefersson Leal

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