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Colón, el inevitable

Anticolonialistas pueriles, sin formación histórica, vilifican la memoria de Cristóbal Colón, no por los rasgos de crueldad y codicia que empañaron su grandeza, sino por el resultado objetivo de su hazaña: el “encuentro” de dos mundos que no podían quedar separados indefinidamente. Rechazar el descubrimiento y la subsiguiente colonización de las Américas, significa desconocer la implacable sucesión de etapas históricas, cada cual más incluyente y universal que la anterior. Colón y los demás adelantados de la penetración europea en el nuevo mundo representaron, sin saberlo, la revolución burguesa, modernizadora y globalizadora, contra un orden tradicionalista de pueblos y culturas dispersos.

Al celebrar la (brutal) inclusión de los pueblos originarios de América en la civilización moderna de origen europeo, no queremos desconocer los altos valores de las culturas indígenas ni negar que, antes de 1492, nuestro hemisferio avanzaba por una dinámica propia, innegable aunque lenta, hacia niveles superiores de desarrollo material y espiritual. Son enaltecedores los ejemplos de las comunidades “primitivas” de América, que se caracterizaron por altos niveles de igualdad, solidaridad y autorrealización humana. Son admirables, en lo político, económico, cultural y científico, las civilizaciones indígenas de Mesoamérica y de los Andes centrales, que por evolución autóctona, sin guías externos, alcanzaron niveles similares a los de la Babilonia de Hamurabí y el Egipto de los faraones. Nos conmueve la obra poética, filosófica y política del genial Netzahualcóyotl, orador supremo de Texcoco, muerto veinte años antes del descubrimiento.

Sin embargo, las culturas aborígenes americanas, por lo menos las más complejas, parecían haber llegado al agotamiento para el siglo XV de nuestra era. En Mesoamérica, crecientes luchas sociales provocaron un militarismo despótico que descuidó la cultura del pasado teocrático. En los Andes centrales ocurrió un fenómeno similar, y el “socialismo” incaico se debilitó frente a un ascendente feudalismo militar. Faltaba aire fresco. Era ineludible la irrupción de un Colón.

Aunque respetamos la tesis de antropólogos de antaño, como Ruth Benedict, sobre “patrones de cultura” paralelos y subjetivamente equivalentes, ya que las visiones de un chamán pueden ser tan nobles como las de un científico o intelectual del mundo industrializado, creemos que existe una historia universal regida por grandes tendencias o “leyes” objetivas, que crean un engranaje de interacciones entre un creciente número de sociedades y culturas y las sacan de sus espacios aislados, para conformar una comunidad cada vez más global en la búsqueda de la superación humana. En esta percepción histórica de interacciones dinámicas, la evolución de la sociedad hacia más altos niveles de conciencia y de armonía solidaria requiere que las culturas se encuentren, se fusionen o confluyan en un torrente común.

Infortunadamente, en este proceso como en la evolución de las especies animales, muchas veces los más fuertes devoran a los más débiles y los cambios necesarios van acompañados de episodios brutales y trágicos.   Por ello, es de importancia esencial que a cada Colón le siga un Bartolomé de las Casas que, aun aceptando la irreversibilidad del proceso en marcha, se rebele contra sus aspectos perversos, los denuncie con vigor y coraje, y exija reformas no sólo superficiales sino profundas.

Creemos que en la época actual hemos llegado al punto en que no necesitemos nuevos Colones. Ello no nos exime de rendir el debido homenaje a la memoria del intrépido y genial navegante renacentista que arrancó nuestro continente a un aislamiento que frenaba el salto del hombre americano de la prehistoria a la historia universal.

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