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Contra el olvido

Por estos días, una cola en cualquier comercio es lugar de revelaciones. Allí puede uno auscultar con bastante precisión la agenda de angustias del país. Agridulce ironía: en torno al hambre fluye hoy un amplio intercambio de ideas provenientes de los más distintos estratos de la población. El ruido de un ágora no tradicional que surca pasillos y anaqueles medio vacíos, bulle con intensidad, nos dota de pistas sobre el espinoso presente y el incierto futuro. Justo en la cola, escuché la conversación de un grupo de muchachos que aprovechaba el día de compra para ventilar sus malestares respecto al gobierno. Lo inusual no era eso -a merced de esa cacería sin premio que a todos indispone, ya tener que resistir de pie es una afrenta- sino los conceptos que bailoteaban con naturalidad en su tertulia: en tanto alguno se auto-nombraba “escuálido”, otro se refería a los desconocidos años de democracia previos al chavismo como la “IV República” (“la dictadura puntofijista”, se atrevió a llamarla Chávez) o auguraba inclementes purgas y ostracismo para cuando el chavismo fuese despojado del poder. A menudo, en fin, las formas de sus planteamientos parecían replicar los mismos códigos, la misma virulencia que el chavismo impuso con torvo cálculo durante 18 años.

De nuevo nos preguntamos qué ideas encubre el tráfico de esos términos, qué implicaciones supone el uso de tales conceptos. Con gran desazón, en principio debemos admitir que el chavismo avanzó en su afán de emplear el lenguaje como herramienta de control social, falseando la realidad, resemantizándola, infiltrando el habla común, desterrando palabras o vaciándolas de significados para habilitar una estructura de pensamiento afín a sus objetivos de dominación. Si bien la realidad ha contribuido a desnudar tal disonancia, la tenaz metralleta comunicacional que flota “en la misma salsa parda y la absoluta uniformidad”, como Víctor Klemperer describía al lenguaje autoritario, no deja de abrir boquetes respetables. Por otro lado, no podemos ignorar un gravísimo filón en ese ataque: que sus víctimas sean precisamente los jóvenes, lo hace más lesivo. El discurso usado para reescribir la historia a conveniencia, para borrar recuerdos y suplantarlos por otros (Chávez, contra todo rigor histórico, inventó una IV y V República) busca sumir a la sociedad en un hoyo negro, la amnesia que entre los llamados a recordar -esa generación que habiendo vivido sólo este torcido ensayo de verdad, cuenta con lo que podamos relatarle- haría aún más ardua la tarea de recuperarnos.

Reparar los espacios de la memoria o mneme -esa noción del continuo, lo no-interrumpido; una huella, como la describe Platón- resulta vital para reconstruir la identidad colectiva, más si consideramos la posibilidad de que los cambios que ya transcurren permitan arrancar de raíz los tóxicos paradigmas, los mitos que nos hacen encallar crónicamente, la enfermedad oculta tras la impostura de lo inocuo. Una juventud que apenas registra la experiencia del chavismo; carente, por tanto,de una memoria personal de los tiempos de la democracia, ha tenido que construir un relato de los sucesos a partir del relato de otros. Pero el proceso, impactado por una minuciosa y feroz reinterpretación del pasado común por parte del poder, ha apuntado al olvido colectivo. No extraña entonces que buena parte de los jóvenes afectos al oficialismo (y hasta algunos que no lo son) crean por ejemplo que el acceso a la educación gratuita (“un derecho cercenado por los gobiernos del puntofijismo”, según aseguraba el propio Chávez) es un logro de la revolución, pasando por encima del hecho de que en 1870, un decreto del presidente Guzmán Blanco proclamó la educación gratuita y obligatoria en Venezuela. Como resultado de esa pseudología fantástica, el relato incontrolado de historias inventadas y expuestas como reales pretende articular un libreto único del pasado, útil para los reacomodos de la conciencia, cepo de una eventual resurrección de lo espurio.

Sí, enfrentamos una cruzada contra el olvido. Asumiendo que el espacio de la memoria es también un espacio de lucha política, toca prever la transmisión de recursos para la comprensión y reapropiación del pasado, el sentido de identidad y pertenencia; es el reto de demostrar que somos y seremos, porque hemos sido. Tenemos una gran ventaja, a pesar de las roturas: somos la única sociedad de Latinoamérica que puede recordar la democracia. “Todos los demás la han buscado, la han anhelado. Nosotros la vivimos durante casi medio siglo. ¿Qué explica que jóvenes que tenían 10 años cuando esto comenzó sean capaces de exponer su vida en defensa de la democracia y de la libertad? ¿Dónde aprendieron libertad y democracia?”, reflexiona el historiador Germán Carrera Damas. Así es: esa experiencia re-vivida, ese tatuaje republicano en nuestro ADN debería seguir torpedeando los caprichos de un régimen que, eventualmente, también se convertirá en pasado. A ellos tampoco, por cierto, los podemos olvidar.

@Mibelis

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