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Contra la mediocridad

Las asambleas de padres y representantes que se celebran en colegios privados para aprobar reajustes en la matrícula (y amarrar, a pesar de la crisis, no sólo la sustentabilidad, la permanencia del docente, sino cierto estándar de básica dignidad en los planteles) empiezan a ser anticipo de un áspero rito: y es que los compulsivos aumentos de salario mínimo decretados por un gobierno incapaz de entender y refrenar efectivamente la pérdida del poder adquisitivo por causa de la inflación, están acarreando más aprietos que los que alivian. De modo que no sorprende notar cómo la ansiedad, la incertidumbre y el natural desaliento contagian a un número cada vez mayor de familias, emboscadas por la odiosa encrucijada de la depauperación. ¿Y si en vez de pagar por las clases complementarias, optamos sólo por lo básico?, se plantean algunos, como tanteando el recorte de un súbito lujo. La presión por mantener la nariz fuera del agua se lanza así a encajar veladas minas contra el futuro: ¿Podremos seguir haciendo sacrificios para dar educación de calidad a nuestros hijos, o tendremos que mudarlos de escuela?

La filuda hojilla de esa elección en país donde hasta hace poco la aspiración de mejoramiento académico marcaba el pulso de la clase media, habla de un deterioro mucho más mordiente del que intuíamos. Parte de ese acostumbramiento a la penuria que se traduce en el adelgazamiento de expectativas que también salpica a la educación, anunciaría el advenimiento de una generación de venezolanos mutilados en su necesidad y su derecho de disponer de más y mejor conocimiento. Un venezolano ablandado por la mediocridad del entorno, víctima de la chambona cosmovisión que le imponen los mediocres: un país, por tanto, vetado para el sueño del progreso. El empeño del régimen por una igualación hacia abajo que marrulleramente se viste de “justicia social” y que sólo promueve una caótica masificación sin garantías de calidad, desarrollo de las capacidades individuales o real adquisición de cultura; el ahorcamiento de la educación privada y la destrucción paralela y sistemática de las instituciones de educación pública que, aún en medio de otras difíciles coyunturas, alguna vez fueron modelo de excelencia, nos arriman a las fatídicas candelas del círculo de la pobreza.

Tanto destrozo no es casual. El potencial transformador, liberador de la educación, su aporte en términos de activación de la conciencia y la autonomía, lejos de lucir como hechiceras promesas, son feas tarascas para un régimen como el que sufrimos en Venezuela, picado por el afán de adoctrinamiento de las masas, la búsqueda de ese viejo-hombre-nuevo que garantice la longevidad de la revolución. Pero vive también allí una añagaza: la resentida, populista dicotomización de la sociedad entre un “pueblo puro” y una “élite corrupta”, ha implicado sacralizar ciertos rasgos de ese pueblo “no viciado” por el refinamiento -suerte de fetichismo popularista, apunta Rafael Cadenas- y demonizar a los que han sido tradicionalmente atribuidos a la “burguesía”; y el saber es uno de ellos. Ecos del “buen salvaje” rousseauniano: no sólo el elitismo político o económico, -que, paradójicamente, ahora el chavismo y su cúpula cívico-militar representan- también el elitismo académico sirve de jugoso antagonista. La pugna que deviene en desprecio por el conocimiento, en antiintelectualismo (Isaac Asimov lo definía como “culto a la ignorancia”) se hace signo de una sociedad no sólo materialmente pobre, sino deliberadamente empobrecida en su espíritu desde el poder.

Curioso: en tónica afín al odio que Trump -un miembro de la élite económica que supo vender una imagen anti-establishment– exhibe contra la intelectualidad de su país, el chavismo ataca a las universidades, calla frente al saqueo del Palacio de las Academias, trueca en numinoso mérito la falta de preparación. En medio del bochornoso derrumbe, Maduro, el “Presidente obrero” -como si eso, per se, ya fuese una hinchada credencial- afirma con orgullo frente a un rendido TSJ que él se crio “bailando salsa brava en las calles de La Vega, de Petare”, y enseguida recibe una ovación de pie por parte de su conmovido auditorio… ¿Qué se aclama, en realidad: la sublime asunción de su condición de empírico “hombre del pueblo”, el “hombre de acción”; o la grosera advertencia de que esta nueva élite, rústica, ignorante y malhablada, no precisa de la licencia de nadie para mantenerse en el poder?

Hay en la aplaudida jactancia del “homo saltator”, no obstante, una grieta: sin pensamiento, sin ética, la praxis es respingo sin alma. Mientras breguemos contra las pavorosas claves de la mediocridad, mientras sigamos haciendo esfuerzos por impedir que el deterioro impuesto altere nuestros valores y expectativas, mientras sigamos invirtiendo la imaginación en eso que Arnaldo Esté llama “nichos de resistencia” -uno de ellos, el legado de educación para nuestros hijos- estaremos generando espacios que este régimen “no tiene el fuelle ni las maneras de impedir”. He allí un obligante desafío.

@Mibelis

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