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Cuando el odio empaña la historia

Las prebendas de un régimen político interesado en abrirse el espacio que sus intereses demandaban, permitió que la corrupción se adueñara de los predios del Poder Público

Es lastimoso advertir que muchos capítulos de la historia universal, son mentiras arregladas. No tanto por haberse escrito con el sesgo que le imprime la ideología del historiador. Como influídos por la subjetividad bajo la cual se encubrieron debilidades y fortalezas. O sencillamente, presionados por las circunstancias que forzaron a deformar el trazado de la narrativa histórica. Pero cuando el rencor se interpone entre la pluma y el compromiso del historiador, se exasperan y adulteran condiciones que soportan las realidades al momento de estructurarse ante las páginas de la historia.

El problema que tan crítica situación provoca, alcanza dimensiones que solamente las ciencias políticas y sociales son capaces de interpretar. Esto, dada la percepción que le prestan postulados, criterios y metodología, recursos éstos de los cuales se vale la historia para afianzar la consideración de los hechos examinados. Sin embargo, cuando la dinámica política que envuelven esas mismas realidades sirve de cómplice a las arbitrariedades que el militarismo, el autoritarismo y el populismo le infunden a la elaboración de la historia, entonces corre el riesgo de ser arrastrada al lodazal del impudor, la deshonra y la hipocresía.

En Venezuela, la política, en su sentido amplio y magnánimo, se desdeñó en su propio perjuicio. Es decir, la concepción y praxis de la política, dejó de ser lo que su esencia determina al verse sustituida por la violencia, el terrorismo de Estado y la corrupción como recurso de poder. Lo que fue la política como la conducción de los asuntos públicos, feneció desde que los actuales gobernantes comenzaron a pensar que, radicalizando la revolución, conseguirían el resultado de proyecto de país que el llamado Socialismo del Siglo XXI habría predicho en los descriptores que dieron forma al discurso enarbolado en los declarados planes de gobierno. Esta situación decepcionó la disposición de venezolanos que inicialmente creyeron en la posibilidad de ver al país librado de los problemas sociales y económicos que abatieron esperanzas y expectativas de vida democrática y de anhelado desarrollo, en la década de los noventa.

En la actualidad, el país político ha comenzado a sacudirse de falsas ilusiones que sembraron promesas envueltas en odio, venganza y desunión. Valores éstos que se solaparon entre frases y alusiones que ofrecían libertad, soberanía y desarrollo. Cuando, contrariamente a tan sonoras expresiones, y con el embrujo que dichos cuentos causaban, estos mismos gobernantes hicieron arder al país por sus cuatro costados.

La crisis que pensó dominarse con recursos provenientes de la productividad nacional, lejos de superarse, se arraigó. Al extremo, de enquistarse en los más recónditos espacios de la institucionalidad democrática venezolana. O sea, hicieron que el país sucumbiera ante los funestos hechos deliberadamente animados por la indolencia, la incapacidad y la obstinación de quienes se atrevieron a calificarse como “hijos de la patria”, Y que más luego, cayeron en el ridículo plano de creerse “hijos de Chávez”.

El país luce hoy embadurnado de anuncios que exaltan condiciones que no existen. Las prebendas de un régimen político interesado en abrirse el espacio que sus intereses demandaban, permitió que la corrupción se adueñara de los predios del Poder Público. Por eso, ha arremetido contra el actual Poder Legislativo toda vez que su autonomía y facultad constitucional de controlar el proceder de la administración gubernamental, le impide actuar con la energía y celeridad que requiere actuar contra las trapisondas y pillerías gubernamentales. Sus presuntos mecanismos de distribución de la riqueza, o de aplicación de justicia social, vienen estableciéndolos con descarada alevosía. Este devenir, hizo que los procedimientos y procesos de gobierno, se entrabaran. Tanto, que su popularidad se vino al suelo.

En medio de esta situación, el alto gobierno incurrió de error en error sin comprender que la razón que motivó tal estado de hechos, fuera sido su propia desvergüenza. De manera que en el fragor de los múltiples problemas que asfixiaron la factibilidad del proyecto político que una vez esgrimió, aunque con engaños, se convirtió en la causa de lo que será su pronto destierro de la política nacional. Más, porque no ha entendido lo que sus propias equivocaciones determinarán. Es lo mismo que ha de ocurrir de lo que incitan embrolladas realidades cuando el odio empaña la historia.

«El odio es el recurso del autoritarismo cuando al ejercer su poder, advierte que su praxis política está curtida de los abusos que encubren la gestión pública realizada»

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