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¿De regreso a la barbarie?

En una novela maravillosa, ‘La Elegancia del Erizo’, Muriel Barbery nos dice: ‘La civilización es la violencia domeñada, la victoria siempre inconclusa sobre la agresividad del primate. Pues primates fuimos y primates somos, por mucha camelia sobre musgo de la que aprendamos a gozar’. ‘¿Que es educar?’, se pregunta. ‘Es proponer sin tregua camelias sobre musgo como derivativos de la pulsión de la especie, porque esta no cesa jamás y amenaza sin tregua el frágil equilibrio de la supervivencia’.

Yo agregaría: ¿qué papel juega la política democrática en este proceso para someter nuestros instintos primigenios? Pues bien, la política es, por sobre todo, la alternativa a la guerra, a esa pulsión de la especie que nos induce al camino de la violencia; y la política democrática es el único mecanismo que la humanidad ha diseñado para vivir en paz en sociedades fracturadas, a veces hasta el límite, por la creciente diversidad y la pluralidad de fines legítimos que podemos perseguir.

Uno de los hitos definitorios en esta ruta fue el cambio radical que significó transitar desde el gobierno de las personas, por definición siempre arbitrario, al gobierno de la leyes, iguales para todos (incluidos los legisladores), como principio organizador de la sociedad.

Esta forma de gobierno basada en instituciones confiables, en leyes, normas y regulaciones, provee la certeza indispensable para lograr la estabilidad política necesaria para la convivencia en paz y el progreso material.

Una de las instituciones clave en esta trayectoria ha sido el constitucionalismo moderno, que define la arquitectura del poder con el objetivo de reducir los márgenes de potenciales abusos de la autoridad, que siempre pueden lindar en tiranía y que son consustanciales a quienes detentan el poder. La solución fue la creación de un complejo sistema constitucional de división del poder, y de controles y contrapesos entre las distintas instancias gubernativas, complementado con una carta de derechos individuales de rango constitucional. Este conjunto de protecciones contra la concentración del poder y los humores temporales de la mayoría fue, a su vez, resguardado por la exigencia de altos quorum calificados para efectuar cambios constitucionales. El elemento esencial de este diseño ha sido la separación de poderes entre los órganos del Estado, los cuales detentan prerrogativas distintas e independientes, definidas en una Ley Fundamental. Esto restringe los actos abusivos que los gobernantes y legisladores pudieran cometer, protegiendo de este modo al ciudadano, y permite, asimismo, dirimir disputas en una forma que evita la violencia.

Pero claro, para que esto funcione deben existir actores responsables, dispuestos a acatar la ley y a respetar las disposiciones constitucionales sin apropiarse las atribuciones de otro poder del Estado. En suma, han de tener la convicción de que no existe ningún fin, por noble que sea, ninguna necesidad, por apremiante que aparezca, que justifique el uso de un medio que atenta contra la institucionalidad. Muy por el contrario, el respeto a la Constitución no es un medio del cual se pueda prescindir: es un fin en sí mismo, que nos protege de la barbarie.

Columna de Lucía Santa Cruz, Consejera de Libertad y Desarrollo, publicada en El Mercurio.

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