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Dejar leer a los niños

“Lee lo que te caiga en las manos, así irás formando un criterio”, me aconsejó mi papá al ver que intentaba esconder una novela de Françoise Sagan. Yo tenía 13 años y había pasado abruptamente de Heidi, Corazón y las series de entonces (Los cinco, Los siete) a Corín Tellado y a la Sagan. Recuerdo la carátula, con unas sábanas revueltas; el resto lo olvidé pronto. Lo que no olvidaré nunca es esa confianza en mi capacidad de formar criterio leyendo.

Por supuesto, la escena tiene segunda parte. “Ya estás en edad de leer otras cosas”, me dijo al otro día, y me mostró, por si quería darles un vistazo, El lobo estepario, de Hesse, La peste, de Camus, y no recuerdo cuál otro libro. Lo que tampoco olvidaré nunca es ese “ya estás en edad” y esas sobremesas que siguieron, hablando sobre aquellos personajes que mis papás también conocían. Esas charlas, en lenguaje cifrado, sobre una vida adulta a la que yo me estaba asomando y que ellos reconocían, con los libros que me daban, fueron mi rito de iniciación literario. Y también desde esos días me quedó claro lo que significaba criterio.

Quise rebobinar esa historia, que tanto influyó en mi oficio, a propósito de las reacciones que suscitó la orden de la Superintendencia de Industria y Comercio de advertir a los padres sobre el contenido de El libro troll como no apto para niños. Aunque ya me referí a la mala calidad del contenido y de la edición, (Semana, 14-11-2015), creo que reducir el asunto a la dicotomía entre censura y libertad de expresión es renunciar a los matices que se pueden explorar entre la libertad y la censura, entre el oficio de editor y el de publicador, entre el trabajo del librero y el del vendedor de libros, especialmente –pero no solo– cuando se trata de niños. Y más cuando la ‘mercancía’ es un libro y el consumidor, un lector.

Si la SIC regula las transacciones entre mercancías y consumidores, y si los consumidores, en este caso los padres, le solicitan defender el interés superior de los niños consagrado en la Constitución, ordenar una advertencia al lado de un formato engañoso sería parte de sus obligaciones. El criterio de corresponsabilidad frente a los niños implica no venderles alcohol ni tabaco y advertir a los adultos cuando las mercancías –películas, juegos, libros, medicamentos– tienen restricciones de edad.

Sin embargo, ahí donde se resuelve la imposición de la SIC comienzan las preguntas para nuestro gremio: ¿Estas mercancías llamadas libros que se compran y se venden, como las demás, pueden ampararse en su fuero ‘cultural’ para alegar censura, en vez de responsabilidad editorial? ¿Por qué un sello como Planeta edita un libro de actividades para niños que les propone quitarse “algo de ropa y ponerse a bailar en la ciudad mientras piden oro”, escribir un rap sobre penes y vaginas o burlarse de un anciano, y justifica las ramplonerías porque el autor tiene más de diez millones de suscriptores en YouTube? ¿Existe ese autor? ¿Hay un editor a cargo de la edición? ¿Qué piensa el librero que lo ubica en una estantería al lado del libro de actividades de Disney? ¿Lee el librero, o solo “coloca” libros? ¿Cuál es la apuesta de ese librería, cuál la de ese editor? ¿Quién es el papá que regala el libro? ¿Se lo recomienda el librero?

Ante la voracidad del mercado y la ausencia de crítica, hoy es más necesario educar el criterio de los niños. Dejarlos leer y mostrarles, al tiempo, nuestros tesoros y hallazgos. Decirles “ya estás en edad de leer esto” y ver cómo les brillan los ojos cuando les recomendamos el libro justo. O cuando conversamos con ellos sobre por qué nos parece mejor este libro que el otro. A ellos les gusta la crítica. Y no es censura sino valoración, argumentos: criterio.

Yolanda Reyes

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