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Del miedo a los brazos del amor

El diccionario de la Real Academia de la lengua española define al miedo como: “Una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario”. De una manera sencilla, sin la pretensión de ser experta en el área, entendemos que, según la psicología, el miedo le permite al ser humano adaptarse al medio, ya que las emociones producidas ante el peligro inminente le proporcionan la capacidad de reacción y por ende de defensa. Es también considerado como una de las emociones primarias derivadas de la confrontación con la amenaza. 

Solo el corazón conoce sus propios miedos; las angustias del alma son muchas veces solitarias. Nadie alardea de sus temores, nadie cuenta cómo la angustia le despierta en medio de la noche; cómo le quita el sueño, le resta las fuerzas y le hace sentir la noche inmensa y el silencio más profundo que nos hunde en un grito mudo de desesperación. Nadie nos cuenta su soledad, la tristeza del amanecer que no nos deja levantarnos de la cama sino después de un gran esfuerzo.  Eso solo lo platicamos con nosotros mismos.

El miedo es un ladrón, un usurpador que desplaza las alegrías del alma, las encarcela y con opresión las anula. El miedo va minando nuestro ser, ocupando lugares que un día tuvieron el color de una flor, la salud de un niño carcajeándose en un parque, la serenidad de un abuelo que ha vivido con dignidad. El miedo nos roba la esperanza, nos nubla el horizonte, nos hace renunciar al futuro. El miedo hiere al corazón con una herida de muerte que se rehúsa a todas las curas, sangrando constantemente. Solo hasta que la mano de Dios la venda. Como dice en Isaías, Dios es quien venda a los quebrantados de corazón y el que da libertad a los cautivos.

De acuerdo con las ciencias sociales el miedo puede aprenderse en la sociedad, de hecho, es factor primordial en el desarrollo del individuo al permitirle establecer límites dentro de su campo de acción, para no incurrir en situaciones que amenacen su integridad. Es esa “emoción primaria” que nos permite dar una respuesta para defendernos y al mismo tiempo adaptarnos. Además, estas ciencias también expresan que de la misma manera que el miedo se aprende, también se puede aprender a no tener miedo

Y eso es precisamente lo que anhelo y en lo cual trato de entrenarme todos los días, a aprender a vivir sin miedo. Porque vivir con miedo es vivir en la cárcel de nuestros pensamientos; es sentir que esa “perturbación angustiosa” va perdiendo su temporalidad para convertirse en un estado casi permanente. Es como una batalla constante de nuestro ser interior. Una batalla que mantiene nuestros músculos tensos y nuestra respiración muy corta. Una batalla sin tregua que va consumiendo nuestras fuerzas. 

En el mundo somos prisioneros del miedo, de la mentira, de las preocupaciones, de la duda y de tantas otras cosas que nos esclavizan a una vida sombría de amargura. Cuando esperamos en Dios, el verbo esperar trasciende mucho más allá del movimiento de las agujas del reloj que nos marcan el tiempo; se convierte en una espera que nos provee cada día la virtud de confiar en medio de las adversidades. La esperanza en Dios, nos transforma en mejores seres humanos cada día, conformándonos a las virtudes cristianas.

No es una tarea fácil dejar de sentir este miedo cuando vivimos rodeados de un peligro real que amenaza constantemente contra nuestras vidas. Pero no podemos convertirnos en ermitaños en nuestras cuevas. Debemos ser muy prudentes, pero jamás permitir que este estado de anarquía e indiferencia nos arranque el derecho a vivir sin miedo. El derecho a sentir que nuestro corazón late a su ritmo fisiológico; no, que defendiéndose, quiera salirse de nuestro pecho y siga latiendo aceleradamente cada día. 

A través de esta esperanza podemos romper las cadenas que nos atan a un mundo alejado de Dios. La esperanza del hombre cuya vida se fundamenta en los principios cristianos le permite saber que la imposibilidad del hombre es la oportunidad de Dios para hacer Sus milagros. Sabiendo que el primero y más importante de todos los milagros es el que se lleva a cabo en nuestro corazón, el que nos permite ver la luz en medio de la oscuridad, estar en paz en medio de la guerra; saber que el juicio y el perdón vienen del Altísimo, de cuya mano nadie podrá escapar.

Estamos llamados a vivir cada día de nuestras vidas bendecidos por la plenitud de su amor que puede librarnos de todo el mal. Pasamos la vida entera aprendiendo miles de cosas, ejercitándonos en distintas disciplinas pero no nos ejercitamos en la fe; vamos por la vida como raquíticos espirituales mientras el océano de Dios yace a nuestro lado pleno de verdades que pueden liberar nuestras almas de la angustia; pleno del amor más sublime y excelso que enaltece nuestro ser convirtiéndonos en verdaderos hijos que pueden sentarse en su regazo, recostar la cabeza sobre su pecho, y luego de un rato pararnos y continuar el camino con la cabeza erguida y la mirada en alto.

Tener esta confianza es esperanza en Dios, la cual no nos convierte en seres inactivos ante cuyos ojos el mundo, nuestra nación y nuestro propio hogar pueden hacerse pedazos. ¡No! El que espera en Dios, confía primeramente en Su bondad, inmerecida por todos los hombres, pero a la disposición de todos a través de la cruz de Cristo. Al mismo tiempo, se convierte en constructor de esperanza, en productor de alegrías, en dador de amor. 

Al pensar en esto, siento que la manera de transformar la fuerza del miedo que destruye y anula, en una fuerza positiva que nos levanta, es acercándonos a Aquel que nos dio la vida y nos ha prometidouna existencia con paz y sin miedo:«En el amor de Dios no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor» (1 Juan 4:18). 

Rosalía Moros de Borregales
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Twitter: @RosaliaMorosB
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