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Derrumbes

La izquierda trajina con una certeza: el sueño del socialismo del siglo XXI, la promesa de dar carne a la utopía, se derrumba. Y no lo hace discretamente, como un invitado otrora popular y hoy venido a menos que hace mutis porque teme que su torpeza en la pista de baile le robe la exigua reputación que le queda: el derrumbe fue estrambótico, como para que no queden dudas de que el plan de construir una sociedad “superior” a punta de la pulverización de la diferencia sigue revolcándose en su contrasentido. Ese comunismo hermenéutico que pregonaba Gianni Vattimo quedó huérfano de tanteos: incluso Dieterich, cuyas tesis sirvieron a Chávez para dar forma a su rumbosa versión de socialismo (con)real, fue de los primeros en denunciar el trastorno. “Miraflores recurre al onanismo político tropical, convocando a una nebulosa «Asamblea Constituyente» que según Maduro debe «construir la paz verdadera”, disparó recientemente: “Pero si en largos años de bonanza petrolera no se logró diversificar la economía, ¿cómo se logrará ahora en la ruina absoluta del sistema?”. Y remataba, sin traza de sutilezas: “de estos sueños de una sociedad mejor, de líderes revolucionarios y del socialismo, no ha quedado nada. Sólo analfabetos políticos”.

Cierto es que el fracaso de estos regímenes a menudo terminan leídos por los teóricos de izquierda como corolarios del mismo tropiezo: o es que los líderes “nunca entendieron de dialéctica, de la «unión de opuestos» (admitamos, sí, que el folklórico Frankenstein chavista carece de bases ideológicas consistentes); o es que “eso no es verdadero socialismo». Como si otra prueba empírica no bastase, como si la apuesta a una sociedad “humanista” que extirpa la humanidad de la ecuación fuese posible, se despachaba así la pifia de experimentos que sólo parieron estropicios y muerte, o se censuraba la adopción de reformas liberales que ofrecían salidas al laberinto. No obstante, el ejemplo de la economía “socialista” de mercado que abrazó China tras la ascensión al poder de Deng Xiaoping (y que no es más que la admisión del error de la colectivización maoísta, el estatismo y los controles) puso en la mira la traba del dogma. Los chinos apelaron entonces al pragmatismo, al gato que blanco o negro igual “cazaba ratones» para solventar el problema de la involución-en-la-revolución. Apartaron, en fin, el simbólico estorbo del líder, mataron al padre -freudianamente hablando- para recuperar la verdad reprimida e identificar nuevos caminos de redención, autonomía y progreso.

Parte del despecho implícito en ese acto -es duro descubrir la cuna de larvas en el tótem, intuir el pecado del padre bullendo en sangre propia, trizar los límites de «la falsedad auténtica«, como dice Umberto Eco- se hizo notorio. Es la dialéctica típica del duelo. En cuanto a la revolución chavista, la izquierda internacional luchó contra el disgusto de admitir el resbalón y tras la negación, en el mejor de los casos, jugó a la asignación equitativa de responsabilidades entre bandos: nada más injusto e inexacto. Pero ya queda muy poco qué defender en este ruinoso proyecto, y el factum –no la opinión- da fe de ello. Venezuela, un país que se zambulle en los vapores de las lacrimógenas, es la hibridocracia que hoy flirtea sin pudores con el más rancio autoritarismo; es fotografía trágica del panadero que espera para repetir “no hay”, plantado en medio de su aldea de anaqueles vacíos; la patria de la inflación más grande del mundo, el vistazo a las tenaces colas por comida, los enfermos en hospitales públicos muriendo por bacterias abatidas hace dos siglos, la forzosa diáspora que descuenta bríos, manos limpias y cerebros; un andurrial para ciudadanos sitiados por el hampa o por civiles ideologizados, mucho mejor armados que los policías. Un colapso, en fin, que evoca peligrosamente la catadura del Estado fallido… ¿cómo poder ver virtud en eso, o perdonarse a un tiempo por la complicidad?

De allí, quizás, el desgarrado reproche de Rubén Blades a Maduro: “Usted ha despojado (a la izquierda) de su nobleza ideológica y la ha convertido en una parodia, horrendo ejemplo de cómo no se debe hablar y mucho menos gobernar”. De allí, seguro, el malestar del llamado chavismo crítico, fustigado por las resultas de su propio pecado de heteronomía: “El error más grave de Hugo Chávez fue habernos puesto a votar por Nicolás Maduro”, declaraba hace poco el exministro Héctor Navarro, en desconcertante reparto de nostra culpa. Aun cuando el llamado a defender un legado plantee una paradoja, también asoma acá la necesidad de “matar al padre” (ese mismo que en 2007 aspiraba a instaurar un Estado Comunal mediante una reforma constitucional); despojarlo de su divinidad, reconocer la trastada, y asumir en el derrumbe íntimo la ruptura, la emancipación necesaria para generar una nueva identidad.

No son tránsitos leves estos que a algunos les toca gestionar. Pero cuando los principios son magullados por la contradicción, importa atender a la conciencia y desbrozar el paradigma que inmoviliza. A esa sana mudanza apostamos todos.

@Mibelis

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