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Desigualdad, democracia e inclusión social

Por José Miguel Insulza (ElTiempo.com)

La decisión del gobierno de Paraguay de dedicar la Asamblea General de la OEA del 2014 a los temas del desarrollo y la inclusión social llega en un momento muy oportuno.

El crecimiento reciente ha sido importante en nuestra región y, en ese contexto, el retraso de la plena inclusión de todos los ciudadanos en los beneficios del desarrollo adquiere una importancia fundamental.

Desde hace varios años hemos venido sosteniendo que, además de las debilidades que aún existen en nuestras instituciones y en nuestra práctica política, la plena vigencia de la democracia en América adolece de un grave problema de desigualdad, que no solo afecta a la convivencia democrática, sino que es también un obstáculo para un crecimiento sano. Si bien en la última década la cantidad de pobres ha disminuido sustantivamente, muchos de los que han conseguido este importante paso aún enfrentan condiciones de extraordinaria precariedad.

Alrededor de un tercio de la población total de América Latina vive en hogares con un ingreso de entre 4 y 10 dólares diarios. Estas personas ya han salido de la pobreza que aún aqueja a más de 167 millones de latinoamericanos, pero llamarlos “sectores medios” no tiene sentido. En realidad, son muchos millones de “no pobres”, que se ubican en una zona de ingreso que los hace aun extremadamente vulnerables.

No obstante que gran parte de la reciente alarma por la desigualdad se ha centrado en sus aspectos económicos, especialmente en la distribución del ingreso, hay que precisar que ella abarca también otras áreas del quehacer social, con orígenes que, en muchos casos, no provienen de la presencia de una mayor o menor pobreza.

En realidad, la desigualdad no se expresa solamente en la enorme diversidad adquisitiva de los ingresos de las personas, sino que se deriva de la discriminación de clase, de raza, de género, de origen geográfico, de distinta capacidad física y otras, que la convierten en un fenómeno multidimensional y la hacen incompatible con nuestros ideales democráticos.

Ser mujer, pobre, indígena, afroamericano, migrante, discapacitado, trabajador informal significa tener en la sociedad una posición inicial desventajosa con relación a quienes no tienen ese género, condición económica, raza, estatus migratorio, características físicas o posición laboral.

Generalmente, estas categorías conllevan distintas condiciones económicas, acceso a servicios, protección pública, oportunidades de educación o empleo.

Su gestación como categorías sociales podrá tener un distinto origen, pero el efecto principal será hacerlos más vulnerables al abuso, la exclusión o la discriminación.

Lejanos están los tiempos en que se pensaba que la interacción entre democracia y economía de mercado reduciría las desigualdades. Al contrario, la enorme injusticia que existe en nuestros países en la distribución de la riqueza y en el acceso a los bienes sociales daña gravemente el tejido democrático.

Por ello, el debate ha dejado de ser puramente económico y se ha trasladado al campo de las políticas públicas. Las decisiones políticas que tomen los Estados para mejorar la distribución es lo que hace compatible la economía de mercado con la democracia, y a ellos corresponde encontrar un adecuado equilibrio, en el marco del Estado de derecho, entre el crecimiento y la reducción de la desigualdad.

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