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Destrucción

Una noticia escarba con saña no sólo en nuestra precaria capacidad de asombro, también en una cada vez más incierta esperanza: “Niña venezolana impactó las redes dibujándose como «malandra«. Una señal. Un mohín del acabose. El dibujo, autorretrato de una vileza imposible de prever en una criatura de diez años, nos deja a expensas de un íntimo naufragio. Uno imagina la escena, el pulso entre maestra y alumna, la primera tratando de explicar que ser malandro no era un profesión, de advertir dónde estaba lo incorrecto, dónde la línea separando bien y mal; seguidamente, la encrespada pequeña retornando a su puesto, sin entender que esa sonriente proyección de sí misma –otra niñita vestida de color rosa, con lazo del mismo color en el cabello y apuntando un arma que recién usó contra un prójimo- no tiene cabida en un mundo donde el valor de la vida debería prevalecer sobre la muerte.

Pero el “hombre nuevo” hace alarde de cultos perturbadores. Laureano Márquez escribía hace poco que “En Venezuela trabajar honestamente es casi una raya”. En efecto, pareciera que las claves de normalidad elementales en toda sociedad que aspira a la funcionalidad, fueron mudadas al polo de lo ominoso, confinadas al rincón de la cuchufleta, pateadas por un Tío Conejo frenético y retorcido que, pistola en mano, privilegió el modelo de la ganancia fácil y el cero esfuerzo. He allí la fuerza del “Destrudo” (término que, introducido en teoría del psicoanálisis por el italiano Edoardo Weiss, fue usado fugazmente por Freud): esto es, la energía del impulso destructivo, afín a la pulsión de muerte o Tánatos y opuesto a la libido, el impulso para crear, la pulsión de vida o Eros. Huérfanos de auctoritas o de sistemas de regulación social, cabe pensar que si desde el poder esos «instintos agresivos cuyo fin es la destrucción» se establecen como referentes válidos, no extraña que la violencia se convierta no sólo en útil avío para la supervivencia, sino en signo de status para quien la ejerce.

Quizás algo de la génesis de esa perversión respira en la lisiada, resentida, anacrónica lectura de manual que el chavismo aplicó al pensamiento marxista. Cargamos con la rémora de un atavismo: la idea de la historia como revolución y reivindicación que –nos recuerda Foucault- caló en la Europa del siglo XIX, dejó huella indeleble en la modernidad. La paradigmática lucha de clases, vista como expresión de fuerza emancipadora que anima al oprimido a enfrentarse y derrocar el statu quo impuesto por la clase dominante, terminó justificando las guerras, sacralizado el uso de una agresión vendida como purificadora y necesaria. El mundo no ha dejado de ser testigo, sin embargo, del reeditado fracaso de tales planteamientos, cuyo ramplón acomodo a la horma del siglo XXI sólo sumó frustraciones a la posibilidad de construir democracias capaces de gestionar conflictos por vías más civilizadas. Es obvio, pues, que esa lucha de clases que Chávez pretendió “visibilizar” en Venezuela sólo sirvió para profundizar el resentimiento; eso, en medio del discurso de negación del otro, del proceso constante de desorganización social y desvanecimiento de la autoridad, sólo podía conducir a la naturalización de la violencia. Violencia seriada, trivializada. Violencia puramente destructiva. Como dice Gérard Imbert, “a partir del momento en que el poder ya no previene la violencia (no “purga” el sistema) esta se vuelve difusa, desborda por doquier (…) A una violencia fundadora (basada en el restablecimiento del orden) ha sucedido una violencia anómica (basada en conductas del desorden)”.

Tal vez la creciente anomia de la sociedad venezolana ha alentado el brote de ese “hombre nuevo”, alguien que lejos de encarnar la aséptica utopía de un ser humano masivamente transformado y fundido esencialmente con su comunidad (“ser genérico” o Gattungswesen, según un joven Marx) se mira a sí mismo como un poderoso malandro, capaz de burlar toda norma -el sistema- y salir entero, reverdecido en el trámite. Una cabeza de tribu, un atroz anti-héroe, el Pran, ícono de esa disfuncionalidad cuyos tentáculos abrazan incluso al más inocente. El colofón asusta, considerando que la parálisis del Estado, su incapacidad para asumir el monopolio legítimo de la violencia va desgarrando el tejido social: de allí regresiones pavorosas como el linchamiento. Lobos de otros lobos, la “guerra de todos contra todos”.

No podemos permitir que el horror nos desfigure. En medio de los tiempos imprecisos que vivimos, el dibujo de esa niña extraviada sirve de alerta, un recordatorio de la titánica faena que aguarda: valores y vínculos por reparar, la seña destructiva por deshacer, un futuro por salvar. No en balde Jean Duvignaud apunta que la crisis de un sistema de valores puede ser el anticipo de una transformación, el paso de una sociedad a otra. Si de una renovación se trata, hay que esforzarse en barrer el equívoco: volcados a la apremiante defensa de la vida, que no nos aturda el grito “sin boca, sin lengua, sin garganta” que Neruda advertía en la muerte.

@Mibelis

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