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¿Dialogar o no dialogar?

Dialogaremos y venceremos”: así rezaba la etiqueta que los diligentes bots oficiales posicionaron como tendencia el día de la reunión Gobierno-MUD. Un mensaje llamativo, por decir lo menos, si consideramos que adoptar la vía del diálogo político para gestionar el grave conflicto supondría, en teoría, asumir criterios de colaboración integrativa o de “ganar-ganar”; esto es, crear valor común, intentar satisfacer a través de una negociación atada al destino de un pueblo sumido en la peor crisis de su historia, las expectativas de ambas partes. Pero el lenguaje del régimen sugiere otra cosa: hablar de “vencer” no pinta una plaza donde la razón capitanea prendida al brío de la palabra. Más bien nos incrusta en un escenario de guerra donde hay, necesariamente, vencidos y vencedores; donde la torpe lógica de la competición y el regateo (la de la relación ganar-perder) manda a la hora de velar por las urgencias propias, jamás las ajenas.

Se trata del mismo esquema de confrontación que define al chavismo, bando que aún despojado de la legitimidad que le confería el voto popular (despojado, por ende, de verdad factual) actúa como si el sostén de los sumisos poderes del Estado, FANB y colectivos armados, le otorgase dispensa suficiente para imponer unilateralmente sus condiciones. Un autoritarismo sin masas pero con armas, un sistema en el que el código moral es permanentemente reinterpretado, un gobierno que pide tregua y no la da, insiste en atornillar el lenguaje de la violencia que tanto provecho le brindó hasta ahora, para trágico desmedro de sus antagonistas… ¿habrán advertido eso los mediadores?

Aún sobre la base del entendimiento de que habría información que por razones metodológicas debe cuajar antes de salir al ruedo público, o de la certeza de que la anchura de la crisis nos depara, más tarde o más temprano, un careo forzoso con el adversario, es natural preguntarse hasta qué punto un inescrupuloso, díscolo, normo-fóbico actor como el chavismo hará viable el logro de acuerdos justos y oportunos a través del diálogo. Ciertos gestos, sin duda, perturban: a sabiendas de que la hegemonía comunicacional le presta un poder difícil de contrarrestar, un régimen responsable de la violencia estructural exhibe un implacable control sobre las formas, algo que no sólo apunta a agujerear la confianza en la dirigencia opositora (activo tan crucial como quebradizo) sino que siembra dudas sobre su idoneidad para defender lo que la Constitución insta a defender.

Considerando que en la política las formas son el fondo, procurar movidas aparentemente inocuas como la “casual” usurpación del puesto del mediador en una mesa que nunca debió ser presidida por un representante de los bandos en pugna, o la difusión de un comunicado “conjunto” que airea “categorías psicóticas” (como las llama Colette Capriles) propias de la neolengua del poder –una retorcida forma de aniquilación de la realidad del otro- creó tal ruido que hizo virtualmente imposible distinguir cualquier seña de avance. Ese es, seguramente, el objetivo. Lejos de rescatar los espacios perdidos de lo político a partir del discurso y la persuasión entre iguales, la idea es marcar territorio, omitir la regla urdida para horizontalizar posiciones y habilitar la isonomía; demostrar a esa base radical que jadea agazapada y con el cuchillo en la boca, que la promesa de no dar ni agua al enemigo se cumple al pie de la letra.

Mientras las horas pasan y las concreciones no se perciben, el chavismo nos arrastra a su perversa dinámica, reacomoda sus fichas para imponer su cosmogonía en ausencia de estándares cómodos de dominio, abusa del lenguaje y los símbolos para reducirnos, para demoler la noción de empoderamiento que otorgó el sabernos mayoría: pues entiende que allí anida nuestra ventaja. Ante el brete de salir entero de un diálogo que en realidad lo sofoca, su plan es hostigar al enemigo para que sea este quien “claudique”, no sin antes reintentar, claro, desmantelar la terca unidad. De hecho, la ponzoña ha desorganizado tanto las pasiones del lado opositor que hoy sus líderes son acusados de haber “firmado su acta de rendición ante la dictadura”. Triunfa la decepción, “le malaise”, y con ello, la dañosa antipolítica.

¿Qué hacer? ¿Darles gusto, desistir de un diálogo que quizás nos entrampa y nos troza o, valiéndose del acompañamiento imparcial del Vaticano, persistir en usar esa mínima rendija de oportunidad para Venezuela? Arduo dilema. De momento, y de optar por seguir en la mesa, luce prudente blindarse; evitar mostrarse predecible o incauto ante la mañosa, sibilina fiera; reconquistar la ofensiva, abrazar eso que Felipe González llama “política inadaptada”: no aceptar la realidad tal como se presenta, ser “rebelde respecto a las circunstancias que dificulten el avance del proyecto que se pretende”. Asumiendo que los frutos del diálogo serán reflejo de una nueva realidad compartida, lo justo es atajar cualquier comunicación que haya sido concebida para inhabilitarnos.

@Mibelis

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