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Dictaduras, elecciones y transición

A Leopoldo López.

Ni la de Cipriano Castro, dictadura travestida de revolución libertadora, salió por elecciones, ni la de de Gómez, que luego de traicionarlo gobernó durante 27 años hasta salir del poder de muerte natural. Tampoco la de Pérez Jiménez, cuyo derrocamiento y destierro celebramos por estos días. Dos impecables democracias, en cambio, fueron violentamente desalojadas por regímenes dictatoriales: la de Rómulo Gallegos en 1948 y la inaugurada con el Pacto de Puntofijo y la clamorosa victoria de Rómulo Betancourt, defenestrada aviesa y turbiamente, mediante un golpe en cámara lenta que ha tardado 25 años en venir a escorarse en esta crisis humanitaria, con el estúpido e incomprensible consentimiento cívico militar golpista y la complacencia de las élites a partir del 4 de febrero de 1992.

Por eso mismo, para demostrar que una dictadura venezolana sí puede ser desalojada pacífica, constitucional, democráticamente, lo que no fue el caso en ninguna de las dos dictaduras del siglo XX, uno de los protagonistas de la decadencia política de la democracia liberal, Eduardo Fernández, se haya visto obligado a viajar hasta Polonia para dar con la prueba de su acomodaticia teoría.

Sin embargo, en una argumentación que bordea el absurdo, da simultáneamente las razones por las cuales su teoría pierde todo peso. La dictadura de Jaruselsky, que habría desaparecido del mapa por elecciones como las que la oposición electorera venezolana lleva casi dos décadas intentando, inútilmente por cierto, pues o las pierde o se las roban, había perdido todo respaldo de poder real: la oposición había tomado la calle insurreccional, masiva, explosivamente bajo el liderazgo del líder metalúrgico Lech Walesa; el Muro de Berlín había sido derrumbado por las masas insurrectas de la Alemania comunista en alianza con los sectores contestatarios de Berlín occidental, herederos de años de combates contra su propio establecimiento y todo ello no hubiera sido posible sin la implosión de la Unión Soviética y su Pacto de Varsovia, acorralados por la sabia, lúcida e inteligente “guerra de las galaxias” comandada por Ronald Reagan.

Como para terminar de poner la guinda en la insurrección democrática de Gdansk, Lech Walesa y los obreros portuarios, un sacerdote polaco, visceralmente anticomunista y antidictatorial, que conocía hasta el detalle las artes totalitarias de la sedicente República Popular y Democrática de Polonia, ascendió al papado bajo el nombre de Juan Pablo II. Por cierto, políticamente situado en las antípodas del argentino Jorge Bergoglio y cuyo nombramiento, en lugar de constituir un espaldarazo al populismo fue una clara señal de guerra a muerte contra el comunismo soviético.

Quiéranlo o no los electoralistas a todo trance, si alguna dictadura constituyente, como la venezolana, fue desalojada por votos, ya había sido desalojada por la multitudinaria, masiva e irrefrenable insurrección popular. Los votos no vinieron más que a confirmar los hechos: los dictadores estaban caídos.

Yo comprendo que Eduardo Fernández, que seguramente conoce el caso chileno mucho mejor y de fuente más directa que el distante caso polaco, prefiera, para justificar la bochornosa, oscura e impotente estrategia política de los partidos de la MUD, que la han llevado a la sepultura, inexorablemente condenada al fracaso si para poder votar debe renunciar a seguir el ejemplo de Lech Walesa, enfrentar frontalmente a la dictadura y poner a la masa contestataria en las calles, recordar sus tiempos de presidente de la Internacional Democratacristiana en Europa. Teniendo a mano el caso del plebiscito chileno que, efectivamente, sacó al tirano y su tiranía mediante un claro, límpido y transparente proceso electoral. Imagino que son dos las razones: la dictadura chilena no era una dictadura castrocomunista ni su naturaleza era constituyente, sino comisarial, ergo: imposible de ser comparada con la dictadura castro-comunista de Hugo Chávez, traspasada en andas de Raúl y Fidel Castro a un agente cubano de origen colombiano avecindado en Venezuela. Un apparatschik de los miles que conforman el Estado totalitario cubano o, siendo extranjeros, les sirven en el Foro de Sao Paulo, su Internacional Castrista. Tampoco los gobiernos de Lula-Dilma y de Néstor y Cristina Kirchner habían terminado de derivar a tortuosas dictaduras como la de Chávez-Maduro. La segunda es que la nonata dictadura castrocomunista de la Unidad Popular chilena fue asfixiada antes de que cogiera auténtico vuelo, no por elecciones, que muy posiblemente jamás hubiera sido destronada electoralmente, sino mediante un quirúrgico golpe de Estado llevado a cabo por unas coherentes, homogéneas y blindadas fuerzas armadas. ¿Cómo compararlas con las que asaltaron el poder en nuestro país para ponerlo al servicio de la tiranía cubana y el narcotráfico?

Tampoco la transición española viene al caso: Franco estaba muerto, el país, bajo el florecimiento del turismo a escala europea –la llamada industria sin chimeneas– había alcanzado un desarrollo exponencial, el país se enrumbaba a la modernidad de la globalización y desde los franquistas de Fraga Iribarne a los comunistas de Carrillo y la Pasionaria apostaban por la democracia. Con dos pesos pesados como para empujar la transición: Felipe González, por el Partido Socialista renovado y ya liberado del pesado fardo marxista, y Adolfo Suárez, por el Movimiento. ¿Comparables con los señores que presiden Acción Democrática, Primero Justicia, Un Nuevo Tiempo y el partido del señor Falcón? ¡Por favor!

Sobran los casos y sería absurdo exponerlos en una suerte de casuística transicional. Cada caso, como lo enseña la historia, es inédito. Pero lo que sí está claro y constituye una ley irrebatible de la política es que las elecciones, todas las elecciones, sean de la naturaleza que sean, están condenadas a no servir de nada si no subyace a ellas el acuerdo previo, esencial, existencial, tácito o explícito de los poderes fácticos y las partes en disputa por respetarlas como al Padre Santo. Y permitir que los poderes resultantes no sean castrados desde su propio nacimiento. Como fuera el caso de la Asamblea Nacional, convertida en un esperpento por obra y gracia de la justicia del horror. Un caso imposible de emular. Tal como lo establecieran Rafael Caldera, Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt en el Pacto de Puntofijo. O Felipe González, el rey, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez en el Pacto de la Moncloa. En Chile, ese acuerdo había sido aceptado por todos los protagonistas políticos, con excepción de Augusto Pinochet y los suyos. Pero ya estaban en franca minoría, no contaban con el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas y constituían un estorbo para un país ansioso de paz, justicia, prosperidad y progreso. Vale decir: de democracia. Todo lo demás es cuento. ¿Comparables Augusto Pinochet y las fuerzas armadas chilenas con Vladimir Padrino y las Fuerzas Armadas Bolivarianas?

Esta oposición electoralista y dialoguera ya llegó a su llegadero. Su impotencia es un hecho consumado. Estamos en medio de un vacío de poder en pleno estado de excepción. Llegó la hora de que las fuerzas que representan el sentir mayoritario del país superen sus propias inhibiciones y se unan en un frente de resistencia nacional con una sola consigna: ¡Desalojo ya! O bajamos la santamaría.

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