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Dilemas morales y primeras piedras

Hace setenta años terminó la Segunda Guerra Mundial con la rendición incondicional del Imperio Japonés ante las potencias aliadas, encabezadas por Estados Unidos como protagonista principal de esta difícil y costosa victoria.

La Segunda Guerra Mundial fue un episodio a la vez terrible y glorioso en la historia de la humanidad. Terrible, por cuanto causó la muerte de un total de 50 millones de personas (la mayoría de ellas civiles), e infligió heridas o desplazamientos forzosos a otros 150 millones. Terrible también por cuanto se caracterizó por actos genocidas y de crueldad salvaje o sádica casi sin precedentes. Gloriosa, en cambio, porque la amenaza universal que representaba el fascismo desencadenado, suscitó entre los pueblos del mundo actos de resistencia heroicos y hermosos, cuyo recuerdo vivirá para siempre.

En un análisis reciente publicado en Stratfor. George Friedman señala que el progreso tecnológico en materia de armamentos hace que paulatinamente pierda relevancia la acción del soldado en el campo de batalla, mientras aumenta la importancia estratégica del laboratorio y la fábrica que inventan, perfeccionan y producen armas siempre nuevas y más eficaces. Por ello las ciudades y otros centros civiles se han convertido en objetivos estratégicos vitales en tiempo de guerra. Más urgente es paralizar el suministro de armas de la retaguardia al frente, que diezmar tropas enemigas. Por ello, el bombardeo de centros industriales urbanos jugó en la Segunda Guerra Mundial un papel más destacado que en la primera.

A sabiendas de que la guerra no podía ser ganada sin destruir las industrias adversas, ambos bandos dedicaron enorme esfuerzo al bombardeo de ciudades enemigas para paralizar en su raíz misma el flujo de armas hacia los frentes de guerra. Un segundo propósito era, además, el de desmoralizar a la población civil del bando contrario, y tratar de incitarla a la rebelión.

Algunas de las cifras de los principales bombardeos aéreos aliados indican el costo humano (ante todo civil) de esas operaciones terribles pero estratégicamente necesarias,   Los bombardeos angloamericanos a Hamburgo, entre el 24 de julio y el 3 de agosto de 1943 causaron la muerte de 40.000 habitantes de la ciudad. Los ataques a Dresde, del 13 al 15 de febrero de 1945 mataron a 30.000. En Japón, el ataque aéreo con bombas convencionales contra Tokio, comandado por el general Curtis Le May el 9 de marzo de 1945, eliminó a 100.000 vidas humanas. Finalmente las dos bombas atómicas estadounidenses lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945 mataron a un total combinado de 246.000 personas: la mitad de ellas instantáneamente, y la otra mitad en los meses siguientes por efecto de radiaciones.

Comentaristas humanitarios del tiempo presente lamentan y denuncian las bombas de Hiroshima y Nagasaki y llaman “genocida” a Harry Truman. Es una actitud cómoda, en tiempos de paz y a 70 años de distancia subjetiva. Ignora el hecho de que los países víctimas de los bombardeos finales eran los que desencadenaron la guerra y, en su primera etapa cuando iban triunfando, cometieron atrocidades peores y más masivas.

Pero el argumento que más tiende a justificar moralmente al presidente Truman en su aterradora decisión de agosto 1945, es el que calcula el costo en vidas que hubiera tenido una continuación y terminación de la guerra contra Japón por medios convencionales. (Hay que considerar, al efecto, que la voluntad de lucha de aquella combativa y fiera nación se mantuvo intacta hasta Nagasaki).

Todos los cálculos desapasionados concuerdan en que la terminación convencional hubiera costado alrededor de medio millón de vidas norteamericanas y cerca de un millón de vidas japonesas. Entre tormentos de conciencia, Truman sopesó 250,000 víctimas contra 1.500.000 y optó por el mal menor, o por lo menos así lo vio él.

¿Quién se atreve a arrojarle la primera piedra?

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