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¿Economía liberal y abierta?

Todos los venezolanos queremos un mayor bienestar, que sea sostenible en el tiempo. Sobre esto no hay debate. Las diferencias empiezan a surgir, sin embargo, cuando consideramos cómo construir ese bienestar, y cuáles son las políticas públicas adecuadas para hacerlo. ¿Debemos ser una economía de mercados, o de controles? ¿En la que la propiedad de las cosas descanse en los individuos, en el Estado, o en una mezcla de ambos? ¿Una economía completamente abierta al comercio internacional, o con restricciones? ¿De subsidios e impuestos altos, o lo contrario?

Venezuela ha experimentado, en las últimas décadas, una economía fuertemente regulada (bajo esquemas muchas veces arbitrarios); con un Estado que ha concentrado en sí la propiedad de empresas en innumerables sectores; con un Poder Ejecutivo que ha neutralizado los mecanismos de control del resto del gobierno, y que ha dominado al Banco Central para financiar sus gastos; con impuestos y subsidios crecientes; y, ahora, abierta plenamente al comercio internacional.

¿Cuál ha sido el resultado de esto? Desincentivo al emprendimiento individual; escasez de productos; una manufactura local con precios poco competitivos en comparación con otros países; la destrucción de cadenas de valor; un enorme desempleo; el deterioro sostenido y dramático de los servicios básicos que los ciudadanos requerimos; y la hiperinflación que todos conocemos.

A esto hay que agregar, claro, el proceso de destrucción institucional que ha dejado a los venezolanos desnudos ante la adversidad, incapaces de ejecutar contratos o dirimir diferencias entre sí o con el Estado de forma transparente e imparcial. Además, también, la proliferación de la desigualdad ante la ley, que cae con todo su peso (y muchas veces un peso adicional) sobre unos, mientras otros gozan de un derecho principesco que elimina los limites y consecuencias de sus acciones. Y hay que añadir, finalmente, la exposición a la delincuencia –la común, la organizada y la estatal– bajo la cual todos los venezolanos vivimos. Todo ello, en fin, nos ha anclado firmemente en la pobreza.

Dando forma a la economía

Ahora bien, ¿cómo zafarnos de esto y cambiar el rumbo? ¿Cómo generar prosperidad compartida y puestos de trabajo abundantes, con remuneraciones atractivas en el contexto internacional? ¿Cómo logramos que haya una cantidad y variedad de bienes que los venezolanos podamos comprar? Y, ¿cómo logramos que los ciudadanos tengamos acceso a servicios básicos confiables y de calidad? Estas preguntas cobran especial urgencia cuando consideramos que, con las macrotendencias globales, es difícil ver un futuro en el cual nuestro petróleo genere los ingresos suficientes para importar todo lo que queremos, como hemos hecho en el pasado.

¿Cómo debe ser nuestra economía en el futuro? Si nuestra respuesta a esta pregunta es un reflejo del pasado, también lo será el camino frente a nosotros. Si decidimos aumentar el control sobre los mercados, regulando los precios, desaparecerá la ya limitada diversidad de productos, y con ella los puestos de trabajo y las empresas que quedan detrás.

Por otro lado, si consideramos oportuno mantener indefinidamente subsidios abundantes a bienes de consumo (como los alimentos o la gasolina), deberemos financiarlos por vía de mayores impuestos –desincentivando la creación de empresas nuevas–, a través de un mayor endeudamiento ¬–aún siendo incapaces de pagar la deuda que ya hemos contraído–, o acudiendo a un mayor financiamiento monetario del gasto del gobierno –lo cual es el mecanismo desencadenante de la hiperinflación–. Más allá de esto, si queremos dar esos subsidios también a los servicios básicos en la forma en que lo hemos hecho hasta ahora, la Venezuela del futuro cargará con la misma carestía de electricidad, agua, gas y transporte público que los venezolanos sufrimos hoy.

Si queremos un futuro diferente al pasado, debemos orientar las políticas públicas a permitir la flexibilidad de precios y la rentabilidad de las empresas, a tener un gasto público razonable y bien ejecutado, y a no tener subsidios desproporcionados, que no requieran impuestos astronómicos. Esta es la “receta liberal”, tan evidente, pero tan denostada.

La lógica de la balanza comercial


A esta fórmula muchos agregan la apertura comercial, con el propósito de mantener precios bajos y que el mercado internacional regule la rentabilidad. Sobre este punto pasa a ser útil considerar la lógica de la balanza comercial: ésta representa la diferencia entre el valor de los bienes y servicios que un país vende en el extranjero –las exportaciones– y el valor de los que compra en el extranjero –las importaciones–. Cuando un país vende más de lo que compra, la balanza se inclina al positivo y tenemos un superávit comercial. Para un país, tener una balanza comercial positiva significa que está recibiendo más dinero del que está gastando a cuenta del comercio internacional.

Esto implica dos cosas: por un lado, que está entrando suficiente dinero como para que las personas compren bienes y servicios en otros países, viajen, y para que las empresas y el gobierno paguen servicios internacionales, como conexión a las redes globales de comunicación; y, por otra parte, que el país puede estar destinando una parte de su ingreso en divisas a ahorros, con los cuales se pueden pagar las deudas en otras monedas que el gobierno, las empresas y los habitantes del país han adquirido –de las cuales el gobierno de Venezuela tiene enormes cantidades¬–.
Los países que buscan crecer y desarrollarse generalmente protegen con gran esmero sus superávits comerciales: hacen lo posible por importar poco, estimulando la producción interna, y exportar mucho, buscando convenios binacionales o regionales. Además, incentivar la producción interna es parte integral de las estrategias de desarrollo, pues promueve la generación de puestos de trabajo locales, con los que los ciudadanos pasan a ser capaces de pagar por su propio consumo sin recurrir, por ejemplo, a las ventas de alimentos subsidiados –como las cajas CLAP, o los perniles del gobierno–.

Venezuela ha vivido de tener, regularmente, una balanza comercial superavitaria, producto de sus exportaciones petroleras. Sin embargo, consideremos el estado de la producción petrolera, que ha caído más del 75% desde su punto más alto, y cuya recuperación difícilmente será veloz; consideremos, también, la macrotendencia global que apunta a la pérdida de relevancia del petróleo como principal fuente de energía, augurando una caída en su demanda y su precio. Los ingresos petroleros ya no serán suficientes para sostener una balanza comercial superavitaria en Venezuela, con la cual financiar la compra de bienes y servicios extranjeros y el pago de deuda externa. También resulta difícil ver en la exportación de otras materias primas, como el oro, una alternativa viable para esto, sobre todo en las condiciones en que éste se extrae actualmente.

Producción, competitividad e innovación

¿Qué hemos de hacer, entonces? La respuesta parece ser aquella receta liberal, con incentivos a la producción de bienes y servicios hechos en Venezuela, que generen puestos de trabajo locales e ingresos suficientes, tanto en bolívares como en moneda extranjera, para unos niveles de vida aceptables. Sin embargo, aquí nos enfrentamos a un problema adicional: ¿quién va a comprar los productos venezolanos, si son más caros que los de otros países, y obsoletos en comparación? La respuesta a esto es transformar los productos venezolanos en bienes y servicios competitivos y actualizados.

El primer y más evidente paso para generar producción competitiva es proveer a las empresas y trabajadores de la infraestructura fundamental que necesitan para producir, como servicios básicos eficientes y confiables, incluyendo agua, energía, telecomunicaciones, transporte y salud.

El siguiente paso es generar un ambiente propicio a la producción: inflación baja y estable, acceso a financiamiento y a sistemas de seguros, impuestos dentro de la media internacional, mecanismos amigables que permitan instalar nuevas empresas con facilidad y rapidez, dispositivos transparentes y eficientes para dirimir diferencias y ejecutar contratos, seguridad física, seguridad institucional, respeto a los derechos de propiedad individual, y captación o formación (o, idealmente, ambas) de trabajadores eficientes. Logrado esto, lo que sigue es fomentar la formación de cadenas industriales de valor y cúmulos empresariales que contribuyan a reducir los precios de los insumos y los servicios prestados entre empresas, para así bajar los precios finales de los productos.

Venezuela, actualmente, no tiene ninguno de estos elementos que conducen a la competitividad. ¿Cómo podemos esperar, entonces, que los productos venezolanos sean más baratos que los de competidores extranjeros, y cómo han de competir en el entorno internacional?

Más allá de la competitividad está el tener productos vigentes y actualizados. Queremos medicamentos que curen nuestras enfermedades cada vez más rápido; cultivos que tengan rendimientos mayores que los de otros países; ropa cuya tela sea ligera y resistente; vehículos veloces, capaces y que consuman poco o ningún combustible fósil. Para que los productos venezolanos sean diferentes de los demás, para que tengan un valor especial y conquisten a los compradores –tanto los locales como los extranjeros–, es necesario dedicarse a la investigación y a la innovación, para empujar las barreras tecnológicas de Venezuela. Pero, ¿quién hace investigación en la Venezuela de hoy? ¿Quién está preparado para innovar en esa Venezuela orientada al mayor bienestar sostenible en el tiempo? Estas son las preguntas que debemos hacernos, y que deben informar el diseño de nuestras políticas públicas.

Para construir esa economía del futuro, necesitamos orientar nuestras políticas hacia esa receta liberal. Por supuesto, no podremos hacer todos los cambios rápidamente, pues nuestros problemas son profundos y difíciles de resolver. Sin embargo, no podemos tampoco darnos por satisfechos siguiendo el esquema básico de la fórmula liberal: necesitamos, además, construir y mantener una balanza comercial positiva mediante el desarrollo más rápido posible de producción competitiva, y de productos y servicios vigentes, actualizados y tecnológicamente diferenciados.
Sin hacer esto, no seremos capaces de cambiar el curso hacia la economía de bienestar en la que todos queremos vivir, pues el petróleo ya no estará ahí para financiar nuestra calidad de vida. Solo haciendo estos cambios podremos convertirnos en la sociedad con puestos de trabajo abundantes de remuneraciones atractivas, con abundancia material y de oportunidades, y orientada a generar prosperidad compartida, en la que todos los venezolanos queremos vivir.

@jpolalquiaga

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