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Eduardo Galeano: Puertas abiertas

Desembarqué en Río de Janeiro un mes de diciembre de 1980, para vivir allí durante seis de los más deslumbrantes años de mi vida. Me recibió una crónica de Carlos Drummond de Andrade -uno de los grandes escritores brasileños que merecían el Nobel, tanto como Jorge Amado- y a quien años después tendría el privilegio de tratar de cerca para traducir un memorable libro suyo: «Cervantes, Portinari, Drummond», que publiqué en México en una edición que llegó a participar en el concurso de los libros más bellos en Leipzig.

La crónica del gran poeta de Minas Gerais en el Jornal Do Brasil, se titulaba : «Rio de Janeiro está como le gusta al diablo»; ese texto juguetón celebraba la llegada de un verano carioca con calores que sobrepasaban los 40 grados centígrados y aparecía ilustrado por la sensual fotografía de una «garota» desvestida en «tanga».

Estos párrafos anteriores son una pincelada de introducción para recordar, en su reciente y muy lamentable desaparición, al gran intelectual que fue Eduardo Galeano. Llegué hasta él gracias a un amigo paraguayo que trabajaba en radio El Cairo Internacional, a donde había reculado poniendo distancia del cono Sur, debido a sus simpatías con el movimiento Tupamaro.

Me refiero a Ausberto Rodríguez, hombre de humor desbordante, que me proporcionó los datos del autor de las «Venas abiertas de América Latina». Galeano, vivía por entonces refugiado en Cataluña, concretamente en Calella.

A fines de octubre de 1980 fui en busca de un autor que ya gozaba de una fama de intelectual riguroso; alquilaba un pequeño departamento con ventanas que miraban hacia el Mediterráneo. Allí encontré a un hombre de mirada intensa, juguetona. Me pareció parco, inicialmente, de silencios prolongados, pero de trato muy cálido. Me invitó a comer, en compañía de mi familia. Mi hija Berenice, nacida en Egipto, apenas cumplía la cuarentena. Esa bebé que Galeano cargó en sus brazos, daría seguimiento a la admiración familiar por el gran autor uruguayo y se reuniría con él en lo que sería su último viaje a México, más de tres décadas después (hay una foto memorable de esa ocasión).

Cuando platicamos de mi transferencia del Medio Oriente a Rio de Janeiro, Galeano trazó un detallado panorama de la realidad política y cultural de los años finales de la dictadura brasileña y con extrema generosidad se ofreció a presentarme, por la vía epistolar -escribió varias cartas que debería yo entregar en mano- a personajes claves del entorno diplomático, literario y artístico de un país al que me dirigía con desatado entusiasmo.-

Las misivas iban dirigidas, entre otras personas amigas, a un historiador y periodista notable, Moacyr Werneck de Castro; al distinguido filólogo, académico y diplomático Antonio Huaiss; al embajador Lauro Escorell -padre además de un valioso cineasta-; a la maestra Bella Jozef -quien me abriría las puertas de una cátedra en la Universidad Federal- y al ingeniero Fernando Balbi. De todos ellos hizo una semblanza que explicaba el calado de su influencia en diversos medios. Del ingeniero Balbi hizo un aparte: es el único que no es artista ni escritor, trabaja en avalúos, se trata de un personaje que te sorprenderá, y remató: uno de mis mejores amigos.

Con ese bagaje en el bolsillo fui descubriendo una pléyade de talentos que durante más de seis años me proporcionó la ocasión de alcanzar una formidable inmersión en una sociedad variada y compleja, y ello me permitió contribuir a estrechar los lazos entre México y Brasil.

Para dar una idea de la importancia de esos contactos bastaría con mencionar algunos nombres de figuras que me honraban con su presencia en numerosas reuniones, cocteles y tertulias que podían llegar hasta los amaneceres de luz dorada sobre la bahía de Guanabara. Ya conté alguna vez que al visitar mi departamento en Río, Tito Monterroso me dijo: «…quita todos tus cuadros y ponle marcos a las ventanas, nada compite con la belleza de este paisaje».

Por esa «casa abierta» del Morro Da Viuva, en que se convirtió nuestro departamento, merced al impulso inicial de Galeano, pasaron primeras y primeros actores como Fernanda Montenegro y Fernando Torres; escritores como Lygia Fagundes Telles, Nelida Piñón, Fernando Ferreira de Loanda, Antonio Calado, Affonso Romano de Sant’Anna y Marina Colasanti; músicos como Carlinhos y Kate Lira, Kleiton y Kledir, Joao do Vale, los hermanos Caymmi y Nara Leão; y figuras tan geniales como Óscar Niemeyer y Darcy Ribeiro. Precisamente, con este último, multifacético antropólogo, escritor y político que apadrinó -en lúdico rito- a mi hija Cyntia, nacida en Río, tuvimos varias reuniones con el propio Eduardo Galeano cuando visitaba Río.

Pero esta breve remembranza de un brillante pensador tan fiel y consecuente durante toda su vida con sus ideas, quedaría trunca si no dedicase unas líneas de justicia a Fernando Balbi, quien ha sufrido la pérdida de quien ha sido, tal vez, su referente existencial más alto. Eduardo Galeano fue mas que un hermano para Fernando Balbi, y este ingeniero continúa siendo uno de los pocos, entrañables, y más leales amigos con que cuento (y eso con los dedos de una mano).

Eduardo Galeano me concedió, a la usanza mas añeja -y pienso en la correspondencia de don Alfonso Reyes- una suerte de «cartas credenciales», que de escritor destacado, a sus pares intelectuales en Brasil, me abrieron puertas luminosas.

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