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El arte de gobernar

Álvaro Matus

Es llamativo que ahora que la política y los políticos están más desacreditados que nunca, y que campean la apatía, la irresponsabilidad cívica y su contracara, el populismo, cobre nuevos bríos la figura de Winston Churchill, el político por excelencia: comprensión imaginativa del presente, extraordinaria oratoria, carácter fuerte, aversión a las recetas, sentido histórico y valoración de lo público por sobre lo privado.

En los últimos tres años se han traducido cuatro libros al español y en Inglaterra aparece algo nuevo todo el tiempo. Además está la primera temporada de The Crown, centrada en la relación del primer ministro, ya viejo, con la reina Isabel II, recién asumida y por completo ignorante de los tejemanejes del poder. En el cine encontramos Las horas más oscuras, especie de homenaje a los momentos en que se debatía entre acordar una paz humillante con Alemania o continuar batallando en nombre de la libertad y la gloria de su país.

El hombre las tiene difícil. La situación política es compleja -en su propio partido cuenta con detractores de peso-, los informes militares son descorazonadores y Churchill mismo, que acaba de asumir como primer ministro, carga en sus hombros con la desastrosa batalla de Galípoli. En una de las escenas más reveladoras de la película, Churchill emite un discurso por radio donde le falta poco para decir que van ganando. “Palabras, palabras, palabras”, dicen sus opositores, subrayando la diferencia entre animar al pueblo y engañarlo.

¿Pero era una burda mentira, o más bien se trataba de una interpretación, si se quiere muy libre e imaginativa, de los sentimientos e ideales que animaban a sus compatriotas?

La clave podría estar en eso mismo que le criticaban sus oponentes: la capacidad de tocar a la gente con las palabras. Lo escribió Isaiah Berlin en un ensayo dedicado al Churchill de 1940: “Tan hipnótica era la fuerza de sus palabras, tan poderosa su fe, que los envolvió en su hechizo con la intensidad de su elocuencia y les pareció que expresaba en verdad lo que había en sus corazones y en sus mentes”.

En El sentido de la realidad, libro de Berlin recién llegado a Chile, hay un texto en el que compara el genio político con el de los grandes novelistas sicológicos (Tolstoi y Proust), por su capacidad para captar “la textura de la vida”. En otras palabras, la destreza para integrar la información siempre cambiante, fragmentaria, numerosa y fugaz, y así actuar en función de esa visión, consciente y única, de las múltiples variables en juego en determinada situación.

La fe de Berlin en el lenguaje y su inteligencia para comprender la complejidad de las relaciones humanas lo convierten en un autor extravagante, pero no por eso menos necesario, en esta época de sobrevaloración de los tecnócratas. Cada una de sus páginas (al igual que la trayectoria de Churchill) pone de manifiesto que el arte de gobernar sigue siendo misterioso, y para nada científico.

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