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El dilema del cambio

Son complejas y múltiples las guerras que en el terreno político nos ha tocado librar como sociedad en los últimos años. Ellas, sin embargo, seguramente podrían resumirse en un pulso esencial, uno que de muchos modos alienta todo devenir histórico, toda lucha por el poder: el deseo de cambio por un lado, versus la resistencia al cambio, por otro. Está claro que en sus orígenes el chavismo supo valerse de una necesidad instalada en la psiquis de los venezolanos, ese ethos mayoritario que acuciado por una realidad hostil comenzaba a demandar reacomodos políticos: ¿y qué mejor carnada semántica para responder a tal expectativa que la de una “revolución”? Ante el statu quo ciertamente desgastado y minuciosamente estigmatizado, la oferta del outsider, el liderazgo anti-sistema, lo radicalmente distinto y “nuevo” resultaba tentador. Otra sociedad, quizás ofuscada por la falta de opciones, decidió entonces “jugarse a Rosalinda”, ignorar su recelo ante lo desconocido –también omitir el antecedente del golpista, la deriva militarista, su marrullero discurso de justicia impulsado en el fondo por el afán de dicotomización del espacio social- y aventurarse al salto de fe que suponía abrazar al “bueno por conocer”.

El corolario de aquella decisión ha sido implacable: la apuesta subversiva que se nutrió de “los grandes fracasos de las izquierdas armadas y reformistas”, como señala Roland Denis, y que bailoteaba con su propia, estrafalaria versión del Estado de Bienestar, al final sólo produjo regresiones impensables, atrasos de toda suerte, ciénagas que nadie pidió. Sí, es justo admitir la redonda equivocación de quienes eligieron en su momento, pero también podríamos decir con no poco alivio que ha habido nítidos signos de aprendizaje. “El error es la premisa del conocimiento”, de la búsqueda de verdad, diría Nietzsche. El dolor que produce “la verdad reconocida” –para ser más exactos, el error comprendido– ha dejado también una herida útil. A merced de la visita al peor de los abismos, azuzados por el hambre, la necesidad, la cada vez más pavorosa represión; plantados nuevamente -y sin embargo, ahora tan distintos- frente a la disyuntiva de escoger entre el mal re-conocido y su antagonista, los venezolanos han decidido asumir el reto de moverse y avanzar: ejemplos como el del 6D o la asistencia a la validación de firmas para el revocatorio así lo demuestran. En contraste, quienes antes encarnaban el cambio, la antítesis, los inadaptados que regaban el mundo con promesas de volcar el sistema y refundarlo para mejor, ahora se arrellanan en la burocrática inercia del establishment.

La perspectiva -el miedo- de no contar más con los privilegios que les brinda su exclusiva zona de confort, ha terminado desnudando la “nueva” resistencia al cambio del chavismo. Por supuesto, perder el poder (esto es, experimentar el inédito menoscabo, perderse a sí mismos: asumir el trauma de otra verdad, una que desconocería los rasgos de esa identidad atornillada a sus mitos fundacionales) no figura en la ecuación, por más ruina que la parálisis esté causando. Incapaces de digerir el proceso de cambio que ya está ocurriendo y que los apunta con dedos invisibles, han optado por convertir esa resistencia en una virtual imposibilidad: de allí el atasco del fanatismo, la ceguera selectiva, la compulsión a la repetición, la proyección de frustraciones, la distorsión de la realidad, la fisura entre el discurso aparente y el enmascarado; el amor por la huida, en su más patológica mueca. Negación, negación, negación.

Ni siquiera el ojo severo del mundo ha sido bastante para contener los gestos de un duelo que no termina de elaborarse: así vemos cómo en la OEA, por ejemplo, una obvia derrota se convierte en un triunfo de la revolución contra el injerencismo, o se afirma “con toda responsabilidad” que no hay crisis humanitaria en el país donde los ruegos por alimentos o medicinas asaltan todos los medios y redes sociales. Asimismo, lo que debería ser un viable, legítimo trámite de la sociedad civil para revocar el ejercicio de un pésimo gobierno, deviene en gesta imposible, en rosario de trabas calculadas con neurótico denuedo, en afirmaciones de “no hay tiempo”, “no se va poder”, absurdos como que los validantes “tienen que demostrar que son ellos”. “Ni en el año 2016, ni en el 2017 ni en el 2030”, llegó a aseverar Maduro, muy a pesar del exiguo 23% de aprobación que según Datanálisis registra su gestión.

Pero, ¿es posible acaso detener el ímpetu del cambio que aviva el conflicto entre opuestos -la contradicción inocultable- mediante estos narcisistas subterfugios del inconsciente? Luce difícil. «Todo fluye, nada permanece«, nos recuerda Heráclito. El mismo río vigoroso en el que ahora “entramos y no entramos”, en el que “somos y no somos los mismos”, nos impele a identificar la promesa del equilibrio que subyace en toda crisis: entre evolucionar o no hacerlo en lo absoluto, entre progresar o rendirnos, en fin, el dilema parece ya estar resuelto.

@Mibelis

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