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El falso viraje hacia una China tropical

A principios de la década de los ‘70s –antes de la guerra de Yom Kippur y del embargo petrolero árabe que la siguió, con el importantísimo aumento de los ingresos por exportación de petróleo que causó para Venezuela–, el Bolívar era una moneda estable. Gozaba de tal estabilidad y confianza que los venezolanos ahorrábamos en nuestra propia moneda, a través de instrumentos como bonos quirografarios de la Electricidad de Caracas o cédulas hipotecarias, ambos denominados en Bolívares. En aquella Venezuela, las tasas de inflación no pasaban de un dígito, el sistema democrático estaba en auge, y la clase media crecía; un programa de sustitución de importaciones fomentaba un superávit de balanza comercial, y daba pie a la construcción de cadenas industriales. Contra esta imagen es que debemos comparar nuestra realidad contemporánea.

La pérdida de confianza en el Bolívar comenzó algunos años después de aquello. En un principio fue incipiente, cuando la inflación empezó a escalar hacia finales de los ‘70s. Luego, se hizo mucho más palpable, cuando el Banco Central quemó más del 40% de sus reservas internacionales a inicios de la década de los ‘80s, para proteger el valor fijado de tasa de cambio. Cuando, en febrero de 1983, el BCV se encontró incapaz de continuar y optó por abandonar la fijación cambiaria, se creó RECADI – el primero de muchos sistemas de control cambiario en Venezuela. La pérdida de confianza que sufrió entonces el Bolívar como instrumento para preservar el valor de los ahorros nunca fue recuperada. Desde entonces, el Bolívar solo mantuvo –salvo con excepciones episódicas– sus otras dos funciones fundamentales como dinero: servir como unidad de cuenta y como medio de transacción. Esto, sin embargo, eventualmente acabó también, con el advenimiento de la hiperinflación a finales de 2017.

¿Qué es, exactamente, lo que acabó destruyendo al Bolívar? La respuesta inmediata es el creciente déficit fiscal, parcialmente financiado por creación de dinero – la caricaturizada impresora de billetes del Banco Central. Si preguntásemos a los diversos Ministros de Finanzas del entonces legítimo presidente Nicolás Maduro la razón de ser de ese déficit fiscal, la respuesta probablemente estaría vinculada a la caída de los precios del petróleo que inició en 2013. La respuesta real, sin embargo, es distinta y mucho más compleja.

En Venezuela, la capacidad interna de producción de bienes y servicios fue destruida por una combinación de razones, entre las cuales destacan las violaciones sistemáticas de los derechos de propiedad, una sobrevaluación oficial y artificial del Bolívar, el establecimiento de mecanismos de control que asfixiaron a las empresas privadas, y la transferencia de la propiedad de muchas empresas otrora privadas al Estado –donde los criterios gerenciales imperantes fueron la ineptitud, la lealtad política y el saqueo sin miramientos–.

La percepción de que los altos precios petroleros y el superávit comercial resultante podrían financiar para siempre importaciones subsidiadas, compensando indefinidamente esta disminución de la capacidad doméstica de producción de bienes y servicios (aún con un sector petrolero cuya producción real decaía) solo sirvió para generar compromisos fiscales insostenibles. Para el año 2014, a esto se sumaban un crecimiento abultado de la nómina del Estado venezolano, una enorme voracidad por recursos fiscales, una carga políticamente construida de receptores de subsidios, y una acumulación sostenida de deuda soberana externa – deuda contraída por el gobierno, PDVSA, y producto de demandas internacionales por desconocimientos de contratos y robo de empresas durante los gobiernos de Hugo Chávez. Así, cuando cayó el precio del petróleo, los compromisos fiscales se revelaron como insostenibles y el gobierno se volcó al financiamiento monetario de su gasto, potenciando un problema crónico de inflación alta y desencadenando la hiperinflación. Esta, sumada al deterioro de la infraestructura de pagos digitales y, más recientemente, el aumento de los requerimientos de reservas demandados por el gobierno al sector bancario, acabó dando al traste con el Bolívar como unidad de cuenta y medio de transacción.

Entrando a la dolarización

Hoy nos encontramos en una etapa monetaria nueva. Luego de décadas de usar el dólar estadounidense como medio para preservar el valor de los ahorros y de años de utilizarlo como unidad de cuenta, los venezolanos estamos empleando cada vez más al dólar como medio de transacción.

Las transacciones en dólares, sin embargo, no son fáciles sin un sistema financiero que las organice. Estamos entonces de vuelta en la Edad Media financiera, en la cual el papel moneda es rey – un papel moneda que se deteriora con cada paso de mano en mano, en ausencia de un mecanismo de recambio de piezas–. Es cierto que los bancos nacionales empiezan a crear herramientas como las cuentas de custodia y que, progresivamente y con la anuencia del gobierno de facto, estos mecanismos podrían hacerse más fluidos – pero eso está aún por verse. 

¿Qué significa para Venezuela transar en dólares? Es un suspiro de alivio para quienes cobran y pagan en esa moneda pues, al no controlar su valor, el Banco Central de Venezuela no puede depreciarla, como hizo con el Bolívar. El Banco Central y las autoridades de facto, sin embargo, pueden hacer mucho para dificultar las transacciones en dólares: por ejemplo, la ilegal reforma de ley del impuesto al valor agregado, que pretende desestimular el uso de dólares aplicando una tasa adicional de impuesto.

Transar en dólares también significa que el Estado pierde la capacidad de controlar su moneda y, en consecuencia, de regular la economía usando política monetaria y de hacer política cambiaria para abaratar la exportación. Hoy es una excelente noticia que el Banco Central no cuente con esas herramientas, pues limita el daño que puede continuar haciendo. Sin embargo, si imaginamos una Venezuela diferente, en la que los objetivos sean crecimiento sostenido y desarrollo económico, carecer de esas capacidades en política económica es un obstáculo considerable. Aún cuando ahora gane, Venezuela pierde mucho al no contar con estas herramientas. Además, a la dolarización se entra con fácil entusiasmo, pero sólo se sale de ella –si es que se sale de ella– con la creación laboriosa y lenta de estabilidad política y confianza en la conducción de políticas públicas acertadas – un esfuerzo frágil que toma, cuando menos, años.

¿Hacia el modelo Chino?

Ahora bien: ¿cuál es el significado político de que las autoridades de facto, que se sienten fuertes luego de sobrevivir el 2019 en el poder, den una aparente luz verde a la dolarización transaccional? Esta pregunta cobra vigor adicional si, además, consideramos que las autoridades parecen haber reducido la presión que venían ejerciendo sobre los comercios a través de controles de precios. Algunos, aparentemente colmados de optimismo, hablan de un nuevo modelo chino en Venezuela, entendiendo por esto un sistema carente de libertades políticas que cría en su seno a una economía de mercado. Sin embargo, antes de predecir el nacimiento de una China tropical, cabe cuestionarse cómo se dio el extraordinario crecimiento de la economía china bajo un sistema autocrático.

Fue Deng Xiaoping, luego de la muerte de Mao Zedong en 1974, quien inició y lideró la transformación económica china. La economía había sido devastada por las políticas colectivistas y supresoras del derecho de propiedad del “Gran Salto Adelante” y la “Revolución Cultural”, que el gobierno de Mao implementó desde 1958 hasta la muerte del dictador. Estos programas sólo lograron revolucionar la miseria y el caos, produciendo –por ejemplo– la muerte por hambruna de entre 10 y 40 millones de personas. Deng, que había ocupado diversos cargos en el gobierno de Mao (como miembro del Comité Central del Partido Comunista Chino), vio en el fracaso del “Gran Salto Adelante” la necesidad de cambio, que buscó instrumentar a través de políticas reformistas, junto a Liu Shaoqi. Este esfuerzo le ganó un enorme descrédito como infiltrado capitalista, la remoción de sus cargos y su envío –junto a su esposa– a trabajar en una fábrica de tractores en la provincia de Jiangxi. En la histeria revolucionaria, los Guardias Rojos lanzaron al hijo de Deng, acusado de ser un capitalista como su padre, desde una ventana de la universidad de Beijing, dejándolo parapléjico.

Luego de la muerte de Mao y de lograr rehabilitarse políticamente, Deng ascendió al poder y dio un giro a la economía desde el comunismo maoísta hacia la liberalización – giro encapsulado en su idea de que “no importa que el gato sea blanco o negro, con tal de que cace ratones”.

Las reformas de Deng empezaron por revertir la colectivización, permitiendo a los campesinos transar los productos que cultivaban. De ahí tomó rápidamente la forma de las llamadas “Cuatro Modernizaciones”: liberalización económica de la industria, institución de incentivos a la agricultura, promoción del desarrollo científico y tecnológico, y renovación de la defensa nacional. Estas dieron inicio a un proceso de industrialización marcado por privatizaciones, apertura a la inversión extranjera y descentralización. El gobierno chino mantuvo el yuan subvaluado para hacer competitivas las exportaciones, mientras desarrollaba la infraestructura necesaria para sostener la principal razón del éxito chino: el foco en exportar. Con ese objetivo, el gobierno chino no reparó en leyes que diesen beneficios o protección a los trabajadores, ni que mitigasen el impacto de la industrialización sobre el medio ambiente; tampoco se preocupó por respetar derechos de propiedad intelectual, impulsando el robo de tecnología a otros países. Por otro lado, con este cambio de velocidades, el gobierno chino se empezó a enfocar en que su población se educase, aprovechando la educación en el extranjero e invirtiendo también en la doméstica.

Los resultados hablan por sí mismos. Viendo solo algunos números más allá de la tasa de crecimiento, tenemos que hoy cuatro zonas de China continental (Beijing, Shanghái, Jiangsu y Zhejiang) ocupan las primeras cuatro posiciones globales en la prueba PISA, que mide las destrezas en matemáticas, ciencias y lectura de los niños de 15 años en 78 países. Además de estas cuatro regiones, Hong Kong y Macao también se cuentan entre las primeras ocho posiciones. Por otro lado, China era ya para el 2012 el primer productor de acero del mundo. También en el 2012 comenzó a operar la Presa de las Tres Gargantas en el rio Yangtsé: a un costo estimado de 24 millardos de dólares y con una capacidad de 22.500 megavatios, es la represa hidroeléctrica con mayor capacidad de generación en el planeta. En 2012 también ha debido empezar a operar Tocoma II, nuestra central hidroeléctrica. Esta, a un costo de 12 millardos de dólares, se planificó para generar solo 2.160 megavatios de electricidad (un 9,6% de la capacidad de la presa en el rio Yangtsé), y hoy no produce ninguno.

Todo esto nos indica que el gobierno chino aprendió de sus desastres en política económica, adoptó una intención de desarrollo, y la ejecutó a través de un viraje de políticas públicas acertado. En contraste, las autoridades de Venezuela intensificaron la centralización y presidieron sobre la destrucción de la infraestructura, el sistema educativo, la capacidad productiva y –finalmente– la moneda. La aparente política de apertura comercial que hoy vemos en Venezuela, muy lejana a la de China, continúa privilegiando al gasto en importaciones a expensas de la producción nacional: recarga con aranceles las importaciones de maquinaria y materia prima, mientras reduce los aranceles a la importación de bienes terminados. Las autoridades de facto de Venezuela desestimulan la producción y el comercio formales mediante impuestos y sanciones que secuestran el capital de trabajo de las empresas, mientras los funcionarios públicos vandalizan las diminutas exportaciones no petroleras existentes en búsqueda de coimas para financiar su supervivencia.

Celebrar esto como un nuevo modelo chino es, cuando menos, desacertado.  Las políticas económicas que hemos vivido y continuamos sufriendo se parecen más a las implementadas por Mao Zedong en el “Gran Salto Adelante” o la “Revolución Cultural” que a las “Cuatro Modernizaciones” de Deng Xiaoping – estamos hoy más lejos que nunca de convertirnos en una China tropical. Quizás en lo que más nos parecemos a China es en otros aspectos del modelo: ni Venezuela ni China tienen gobiernos legitimados a través de elecciones directas, secretas y transparentes; y en ambos países, la represión política, la violación de Derechos Humanos y la corrupción son prácticas inherentes al sistema de gobierno.

@jpolalquiaga

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