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El fin de una revolución de “comiquita”

La historia es inexorable. Sabe marcar, con la contundencia de los hechos descritos, los caminos a los que luego se supeditan los acontecimientos en consonancia con los tiempos. La historia política da cuenta de los cambios que han estremecido al mundo en todas sus formas, sentidos y dimensiones. Las complicaciones que acompañan múltiples sucesos, tienden a enmarañarse a medida que cada interpretación adquiere la fuerza que su eco alcanza. Es un tanto lo que deja escuchar aquel aforismo que dice: “todo depende del color del cristal con que se mire”.

Y es que aun cuando las realidades se valen de lo que su exposición resalta, siempre las subjetividades engorronan sus manifestaciones. Y es lo que, especialmente, determina el discurrir de la política. Su dinámica está sujeta a lo que deja ver cada prejuicio, suposición o conclusión construida en el pensamiento y opinión de cada individuo que pueda cabalgar sus ideas aferrado a las libertades naturales que la misma vida le permite. Esto hace que la perspectiva individual, y hasta colectiva, limite el conocimiento que el hombre puede hacerse de la realidad que transita y que lo moviliza.

Esto hace que no siempre la autonomía acompañe la iniciativa que cualquier persona pueda plantearse al otear el horizonte que se alza ante los acontecimientos que irrumpen la vida política, económica o social. Sin embargo, cualquier predicción que pueda hacer alrededor de un evento crucial o particular, no necesariamente habrá de precisar los detalles que su realidad establece o dictamina.

Esta limitación afecta por igual individuos, tanto como a todos los saberes cuyas teorías le imprimen efervescencia a las dinámicas correspondientes de las ciencias en general. Esto significa que cada disciplina busca la manera más idónea para avizorar el resultado que presupone el método. Y desde luego, esta forma de visionar la realidad por venir, condiciona el resultado por cuanto lo define según “el color del cristal con que se mira”.

Cada actor, individual o institucional, indistintamente de la ideología política que profese, se constriñe a lo que su pensamiento le inspira y motiva. Puede decirse que lo construye casi de espalda a toda realidad. Incluso, a aquella a la que circunscribe sus ejecutorias. Es un ideario que se formaliza a costa de negar muchas consideraciones de las que cada factor político se ha valido para patentizar y regular su accionamiento. Es como asentir que sólo lo propio es tan perfecto que cualquier aproximación conduce a un resultado equívoco. Y este proceder, es una constante en la historia cultural y hegemonía política de los pueblos. Particularmente, de pueblos intimidados por el hambre y la desesperación de sus gobernantes por arraigarse al poder por el poder.

Es el error en que incurre el desarrollo de los pueblos que crecieron aprendiendo a despreciar sus capacidades, toda vez que la historia no alcanzó a comprender el desafío. El desafío  al cual se enfrenta toda oportunidad para salirle al paso a los problemas que subyacen al interior de los conflictos que se dan a consecuencia del egoísmo y la envidia que subsiste en toda perspectiva del devenir humano.

Sus consecuencias, alcanzan -por igual- toda realidad que emana de presumir que sólo lo propio está por encima de las circunstancias. Por eso, no vale orientación o arreglo alguno que puedan superponer aquellos hechos capaces de enseñar la ruta de salida a los problemas que incitan caos o crisis de mayúsculas proporciones, a las coyunturas que disponen fracturas o roturas de procesos políticos de significativo alcance.

Por eso no vale método lógico que pueda reparar o reponer los efectos de ideologías enmarañadoras de realidades. Muchos menos, cuando se trata de presumidos procesos políticos que su intención objetiva no es superior a las ganas de usufructuar oportunidades y de usurpar condiciones asociadas con la institucionalidad de la democracia política. Por eso, no vale prodigio o magia capaz de frenar la innegable caída del sistema político que avala tal cantidad de achaques. Y que por tanto, asegura el fin de una revolución de “comiquita”.

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