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El gusto por el abismo

¿Qué lleva a alguien a atentar contra sí mismo? La pregunta nos mete en los sinuosos meandros que conducen al tema del suicidio, y las múltiples miradas de las que ha sido objeto a través de la historia. Desde la consideración de delito contra el Estado en la antigua Grecia y las invectivas de Aristóteles y Platón (quien fustigó a aquel que impedía “con violencia el cumplimiento de su destino), pasando por la entrada en el Limbo de las «almas nobles», como convenía Dante Allighieri  o lo que, de acuerdo a Erasmo de Rotterdam, suponía una forma de librarse del «agobio de la vida«; hasta esa mors voluntaria incitada “por los ángeles, las musas, el diablo, las brujas, las estrellas”, como barajaba Burton en su “Anatomía de la melancolía”, o que más bien atiende a un fenómeno social, según Durkheim. En efecto, las visiones varían; no obstante, aun cuando menos punibles y hasta románticas en algún caso, ninguna sortea del todo el estupor ante una acción tan opuesta al atávico y natural instinto de auto-preservación.

Pero, ¿qué sucede cuando la abolición de ese instinto crucial salta del espacio privado al de la polis? Si algo hay que admitir es que para el político también resulta medular enfocar la acción del hoy para garantizar presencia mañana, mediante los recursos que brinda la misma política. Él sabrá advertir cuándo el clima y los tiempos piden adaptarse y reajustar el compás, y asumir posiciones que le permitan mantener una alternativa de poder relevante (perdurable, en alguna medida) y que no vulnere los límites de los pactos sociales establecidos. Cuando el representante no sólo de un proyecto, sino de la voluntad de quienes lo apoyan es capaz de trascender lo que de mezquino y efímero podría haber en el hic et nunc de la lucha agonal por acceder al aparato del Estado; de entender que los cierres de ciclos en un continuum histórico anunciarían no muertes, sino oportunidades para la revisión y la restauración, se asegura en cierta forma una simbólica permanencia: esa que, paradójicamente, reposa en la certeza de que el poder es transitorio. Por contraste, no entenderlo, aficionarse al estéril ensayo y error y con ello trasladar a otros el quebranto de la porfía, sólo podría leerse como la ofuscada caminata por la tabla antes de caer al fondo del mar. En vez de optar por la eventual rehabilitación tras la enfermedad -la pulsión de vida- se estaría escogiendo la muerte. Suicidio político, ni más ni menos.

Toca preguntarse si quien porta el garrote percibe las sutilezas de estos acomodos: lo que sufrimos parece avieso eco no del triunfo de la política, sino del retroceso hacia la lógica de la guerra. El chavismo, que una y otra vez ha revelado su incapacidad para lidiar con la diferencia y la gestión de consensos (un obstáculo para ejercer el poder en democracia) demuestra que sin la coartada de una mayoría a su favor que le permita refrenar a conveniencia los antagonismos, no tendrá reparos a la hora de tomar la vía de la ofensiva sin participación popular para lograr su objetivo: imponer la revolución, como sea. Al bloquear el avance del revocatorio y desacatar, por ende, la Constitución, el régimen, al mejor estilo de las autocracias, niega el camino de la deliberación, la posibilidad no sólo de tramitar ordenada y pacíficamente mediante  una elección un cambio de rumbo, sino de purgar los muchos errores que el PSUV ha acumulado durante su atropellada y censurable praxis.

En medio de la merma de la capacidad de maniobra y la pérdida de apoyos, tomar la malograda trocha del suicidio político luce como un gran contrasentido… ¿qué podría justificar la decisión de bailar al borde del abismo, como diría Nietzsche, de soltar el freno e ir contra el muro, de truncar cualquier atisbo de supervivencia? Seamos osados: al respecto, Thomas Joiner ofrece una explicación que aplicada a la conducta del individuo que adquiere la habilidad de auto-agredirse, podría arrojar algunas luces: la desensibilización frente al natural miedo a morir, suprimirá la necesidad de auto-preservación. Constructos ideológicos que sólo conducen a la alienación, a pensar que la inmolación es más digna que la negociación, quizás anulan el impulso de adaptarse para sobrevivir. Eliminar los matices relativistas y reducir el forcejeo con el adversario político a un simple asunto de todo o nada (“tenemos que estar dispuestos a dar la vida”, arengaba recientemente Maduro, en nueva alusión a la lógica terminal de la guerra) no deja muchas opciones.

Entretanto, mientras para la sociedad es cada vez más nítido el ardor de la bofetada, el gobierno se afana en cerrar toda válvula, incluso las que le permitirían salvar los restos de su proyecto –como aspiran algunos representantes del llamado “chavismo crítico”- de los ahogos de la ida sin retorno. “El problema con el suicidio político es que uno queda vivo para lamentarlo”, advirtió una vez un pragmático Churchill. Sí: he allí el muñón que amén de inútil y vergonzoso, puede ser francamente intolerable.

@Mibelis

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