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El Juicio, el Papa

Hace poco, al hablar de sus predicciones para Venezuela en 2018, la afamada astróloga Adriana Azzi señaló, refiriéndose al proceso de normalización y rescate institucional y democrático del país, que con el Papa no estaba la mano de Dios (“El que su santidad el papa Francisco se implique en los procesos de “negociación” es garantía justamente de que la Providencia no va inmiscuirse en Venezuela para liberarla del oprobio”), contrariamente a lo que ocurre con la Conferencia Episcopal Venezolana. Más allá de la contradicción que ello implica, pues la Conferencia Episcopal ha reiterado su comunión con el sucesor de Pedro en este sensible tema, me sentí, como católico, como católico crítico, si se quiere, muy triste e incómodo con tal aseveración. La voluntad de Dios está siempre presente, aunque no la comprendamos como dijo Benedicto XVI al visitar Auschwitz, el 28 de mayo de 2006: “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo solo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: ¿Por qué, ¿Señor, callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”.

Esas palabras de la astróloga me hicieron recordar muchas posiciones de otras personas sobre el Papa y su papel frente a la enorme crisis venezolana, entre ellas una caricatura que lo mostraba lavándose las manos en una ponchera recubierta con la bandera venezolana. Sobre este tema, le he recordado inútilmente a muchas personas, que de antemano se niegan a escuchar argumentos, que para los católicos la elección de un Papa no es un acto exclusivamente humano, sino que el Espíritu Santo interviene iluminando a los cardenales electores. Por tanto, la voluntad de Dios se hace expresa en el acto de la elección. De allí, la complejidad de celebrar o condenar la escogencia de un pontífice con la sola mirada y limitada perspectiva humanas.

En el supuesto, negado para mí como católico, de que no ocurriese tal iluminación, debemos considerar que el Papa electo lo ha sido por un grupo de notables de todo el mundo. Supongamos que no todos los cardenales, porque son humanos, sean verdaderos notables; la mayoría sin embargo ha de serlo y la mayoría es quien inclina la votación, precisamente.

Primus inter pares durante el cónclave, escogido entre cardenales con tantos méritos y conocimientos de la diversidad humana (la catolicidad o universalidad de la Iglesia), un nuevo papa se presenta como una respuesta de Dios, a través de la institucionalidad de la Iglesia, a los tiempos que han de tocarle vivir. Pío XII tan incomprendido, san Juan XXIII, el beato Pablo VI, el siervo de Dios Juan Pablo I, san Juan Pablo II y Benedicto XVI, que eleva aún sus ruegos al Señor desde el retiro y el silencio tras su valiente renuncia, ejemplifican el plan salvífico de Dios y la oportuna intervención de cada pontífice, no obstante, las humanas incomprensiones y críticas.

Obviamente un papa es un ser humano, con tantos defectos y virtudes como cualquier otra persona, un pecador como cualquier pecador según determinado énfasis cristiano de la vida. Los católicos lo aceptamos como Vicario de Cristo en la Tierra, sucesor de Pedro y, por tanto, cabeza visible, de la Iglesia desde su posición de obispo de Roma. El papa, asistido por el Espíritu Santo, puede definir dogmas de fe, de obligatoria aceptación para los católicos.

Mas allá de los rasgos genéricos de un papa, el arzobispo de Buenos Aires, el cardenal Jorge Mario Bergoglio, llegó a la sede petrina no por elecciones fraudulentas o mecanismos cuestionables y manipulados de compra de votos, ni ofreciendo dádivas populistas aquí o allá ni comprando conciencias. Fue electo por sus pares, asistido por la iluminación del Espíritu de Amor, según la normativa de la Iglesia. Francisco, que adoptó su nombre en homenaje a uno de los más grandes santos del cristianismo, un hombre como lo fue el bienaventurado de Asís entregado a la mansedumbre y la pobreza, cercano al hombre real en su ambiente y limitaciones, viene de una historia particular: hijo de emigrantes en un país tan convulsionado durante el siglo XX como la Argentina, le tocó vivir y conocer de cerca las dictaduras de todo el Cono Sur (“el Fin del Mundo”, como lo llamó en las palabras inaugurales de su pontificado el 13 de marzo de 2013) y que, como jesuita, supo del dolor y la persecución de hermanos suyos en la Compañía de Jesús (en la religión de san Ignacio, se diría antes) en diversos lugares de América Latina (como en Centroamérica), solo por defender la justicia y la condición humana.

Me cuesta creer que Francisco no pueda entender las situaciones complejas que afrontan su continente natal y Venezuela, en particular. Que cada quien espere pronunciamientos continuos, como los de personas sin prudencia que a lo largo de nuestra historia han declarado sin cesar sobre esto o aquello causando más daños que bien, y que tales pronunciamientos papales cuando ocurran sean o no del gusto y la perspectiva coyuntural de cada quien es cosa bien distinta.

El Papa, consciente de sus humanas limitaciones (por algo pide una y otra vez a la gente que no se olvide de rezar por él), tiene suficiente con asuntos tan fuertes como la guerra, los fundamentalismos, el hambre, las injusticias y exclusiones, las tensiones mundiales, los grandes temas morales de la humanidad, la destrucción ambiental y el cambio climático y, dentro de la Iglesia, cuestiones doctrinarias, las reformas de la curia, aspectos tan complejos y dolorosos como la exclusión de los sacramentos a católicos con determinadas condiciones, el celibato, la pederastia practicada por personas consagradas, la moral sexual, el papel de las mujeres y los laicos, el ecumenismo, el diálogo con no cristianos y la unión con todos los cristianos, por solo citar algunos ejemplos, que sus hombros necesitan del cirineo de la oración.

No creo que el Papa, que además de orar no puede llamar sino al diálogo y el entendimiento como premisa fundamental, y no a la guerra, a la venganza y al terrible principio de “ojo por ojo y diente por diente”, pueda hacer otra cosa que invocar el acercamiento entre opuestos y rivales, llamar a la concordia y la paz. Desde su alto sitial y con la capacidad de poder convocar a tantos y tantas con su sola palabra iluminadora, no debemos presionarlo con los intereses movibles del incierto y desesperado presente.

Dejemos al papa ser papa y quizá de esa manera, naturales errores y omisiones aparte, podamos disfrutar de un hombre sabio y recto (no por ello sobrehumano) y de sus orientaciones. Pobre hombre que, puertas adentro, debe vivir entre los enfrentamientos de furibundos conservadores y desesperados progresistas, el papa Francisco está consciente de tantas limitaciones y, paradójicamente, de las muchas responsabilidades que caen sobre sus hombros octogenarios.

Suponer que de la mano del Papa no llega la bendición de Dios en estos difíciles días para el pueblo venezolano, es no creer en ese adagio tan trillado como cierto de que “Dios escribe derecho con reglones torcidos” o de que “el tiempo de Dios es perfecto” (aunque en este caso me gusta el plural: los tiempos de Dios…).

Triste, pues, yo con esa aseveración, recordando además las palabras que le escuché a un joven con deseos de ingresar a una congregación muy conservadora entre las conservadoras (“roguemos para que Dios nos dé otro papa como Benedicto XVI”, tras haber pedido yo que Dios le diera larga vida y salud a Francisco, a lo cual riposté “o uno santo como Juan XXIII, que conozca la necesidad de actualizar y hacer cambios”) o las opiniones de tantas personas cercanas a mi entorno sobre si el Papa realmente quiere una solución para los venezolanos, me puse a pensar en términos simbólicos como la astróloga.

Mi respuesta es esta. Lo que mejor define al Papa y su papel mediador en nuestra terrible situación venezolana actual es la imagen del Juicio. Se trata de un proceso no concluido, de una coyuntura en desarrollo. El papa, como símbolo, no como ser histórico, representa a la vez la sabiduría y la posibilidad de actuar: el poder de las ideas y de los hechos. Les habla a acólitos distintos: creyentes y no creyentes, seguidores de un bando o del otro, pobres y ricos, justos e impíos, ancianos y jóvenes, católicos y no católicos, religiosos y seglares… Limitar o circunscribir el doble poder temporal y espiritual del papa a los deseos mudables de un momento y de una persona es tan peligroso como entregarle el mundo o una parte de él a un dictador. Lo venezolanos debemos saberlo bien, ya que hemos padecido tantos dictadores, caudillos y líderes con pretensiones mesiánicas y arrastre popular.

Dios les dé larga vida y salud a Francisco y a los venezolanos una solución justa para nuestro país.

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