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El otro fraude…

Cuando en Venezuela se habla de fraude, casi todo el mundo mira hacia el CNE y hacia quienes lo manejan, sea desde Miraflores o desde el Psuv. El fraude electoral es el más notorio, el que no se puede esconder, el que está a la vista de quien quiera ver. Tanto, que hasta el propio representante de Smartmatic, en relación a lo acontecido con las votaciones del 30 de julio, declaró que se había producido una “manipulación” de la situación, que es, digamos, una forma habilidosa de denunciar un fraude. Y al parecer, en esa temática hay experiencia y competencia.

Hay otro tipo de fraude, que también es de dominio público pero que quizá no se define con tanta precisión. Es el fraude gubernativo que representa la hegemonía roja en todos los ámbitos habidos y por haber. Cuando el predecesor empezó su primer gobierno la tasa de cambio estaba en 570 bolívares por dólar. Siguiendo la misma numeración –para que se entienda mejor la comparación–, esa tasa efectiva ya se avecina a los 20.000.000 (veinte millones) de bolívares por dólar. Mayor fraude económico que ese, difícil.

Pero no imposible, porque según las cuentas de diversos altos funcionarios de varios gobiernos del siglo XXI, incluso ministros de la economía, hay un desfalco en las cuentas nacionales que oscila entre 250 mil millones a 450 mil millones de dólares. Lo que representaría la avalancha de corrupción más arrolladora en la historia de la humanidad. Y no hay un ápice de exageración en semejante afirmación. Todo lo cual ayuda a explicar –que jamás justificar—que el conjunto del pueblo venezolano esté sumido en una catástrofe humanitaria en medio de una bonanza petrolera.

Y no hace falta la sapiencia macroeconómica de Ricardo Hausmann para intuir que se trata de una de las crisis más graves del mundo, que empalidece a otras que preocuparon o indignaron a la opinión pública global de una manera más intensa. La mampara de “revolución socialista” ha funcionado con no poca eficacia, al momento de distorsionar la realidad que padece Venezuela: un país sojuzgado por una hegemonía despótica, depredadora, envilecida y corrupta, que es expresión de la delincuencia organizada, no sólo a nivel nacional, o regional sino también de alcances internacionales.

Todos estos fraudes, debemos saberlo si aún no lo sabemos, se han llevado por delante a la república, a la democracia, al estado institucional, a la economía y a la convivencia social. Tanto que Venezuela ha pasado de ser un país de inclusión e inmigración, a uno de exclusión, discriminación y creciente emigración, entre otros motivos porque nuestra nación ha sido transmutada en una de las más violentas del mundo. Más de 25 mil homicidios por año lo confirman, aunque algunos de los responsables oficiales de ese genocidio de violencia criminal, se rían al respecto.

Pero hay otro tipo de fraude –acto contrario a la verdad y a la rectitud, que no necesariamente es obvio o es evidente. Y es el fraude que se desprende de ciertos sectores de la oposición política, que tienen una retórica en una dirección, y una actuación en otra. Que por un lado animan a la población en su justificada protesta social –reprimida a sangre y fuego, y por el otro mantienen conversas de trastienda clandestina con los mismos a quienes califican públicamente de integrantes de una dictadura asesina. ¿Eso se puede convalidar? No, no se puede, a menos que se acepte el fraude como el modus vivendi de la vida pública nacional, y compitamos a ver quién es el más fraudulento de todos.

Y ojo, estas consideraciones no tienen un tenor moral. No. Tienen un sentido más bien operativo, porque con el fraude como medio o procedimiento, es muy cuesta arriba consolidar a una dirección política que sea capaz de superar a una hegemonía esencialmente fraudulenta. Venezuela colapsa como nación viable, independiente y capaz de ofrecer un presente y un futuro humano y digno. El fraude de la hegemonía tiene la responsabilidad principal, pero el otro fraude no se puede subestimar.

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