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El poder no es para siempre

Los jefes de los despotismos suelen pensar que el poder es para siempre. Y desde luego se equivocan, aunque algunos despoticen durante tanto tiempo que parezcan eternos. Pero al final, ellos mismos o sus adláteres, sus herederos, sus beneficiarios, terminan pagando la factura de los desmanes, de los delitos, de los crímenes. La historia abunda en lecciones.

Y claro, el problema principal no es que piensen así, sino que procedan en consecuencia. Por lo general con la arrogancia y el desprecio del supremacismo. Y por lo general, también, encubriéndose con una retórica de palabras grandes: libertad, justicia, patria, soberanía, independencia…

En cambio para un demócrata honrado, perder el poder no es ninguna tragedia. Más bien puede ser una bendición, así sea una “bendición disfrazada”. En las democracias, el poder se gana y se pierde por elecciones, vale decir, por la expresión de la voluntad popular. Perder el poder, por tanto, es el efecto de una decisión social. Hay que asumirla, aprender de ella, y empezar una vez más la lucha política.

En los despotismos depredadores, el asunto es completamente diferente. La perdida del poder se ve con tal horror, que simplemente se descarta de antemano. No es una opción. Y en realidad se trata de un engaño, porque, repito, el poder nunca es para siempre. Nunca. Las reelecciones indefinidas, las “revoluciones hasta el dos mil siempre”, el supuesto “llegamos para quedarnos”, todo eso termina pasando. Puede que tarde mucho o demasiado. Pero termina pasando.

Pasa, eso sí, que cuando se ha abusado tanto del poder, se ha utilizado para beneficio personal y patrimonial, se han violentado tan a fondo los derechos y garantías de la población, se ha retorcido tan grotescamente el sentido de justicia y equidad, entonces los jefes del poder ni siquiera logran concebir que puedan perder sus privilegios, su impunidad, su botija, todo lo que ellos entienden como el poder.

Pero lo perderán. Más temprano que tarde lo perderán. ¿Cómo y cuándo? No se sabe. Lo que sí sabe es que ocurrirá. Y en la decadencia del poder, como es el caso de la hegemonía roja que impera en Venezuela, se multiplican los hechos que revelan el latrocinio y la degeneración del poder. Nada parece escapar de la corrupción. Esta parece abarcarlo todo, comenzando por las vinculaciones con el narcotráfico internacional, por parte de figuras directa o indirectamente asociadas al régimen en funciones.

Decía Lord Acton, un político e historiador inglés del siglo XIX, que el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente… Y eso es exactamente lo que ha venido pasando con la llamada “revolución bolivarista”.

Se ha corrompido hasta los tuétanos, precisamente por su pretensión de empoderarse del Estado, la economía, la sociedad, de toda la nación venezolana. Por supuesto que no estamos hablando de sus seguidores de buena fe, sino de aquellos personajes que ostentan el poder de una manera aprovechada, descarada e impune.

El poder es un privilegio, no un derecho ni mucho menos un botín. Y no es para siempre, como ya lo están atisbando los que lo han usado para despotizar y depredar al país.

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