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El sujeto transdisciplinar desde la fe

La Virgen y el niño, acrílico sobre papel. 50 x 35 cm, de Claudia Talavera

Una de las palabras que tienen mayor fuerza e impacto en el mundo planetario es “fe”; su significado en castellano, con la visión doctrinal de la Real Academia Española, es la “Confianza, buen concepto que se tiene de alguien o de algo”;  fe deriva del término latino “fides” y permite nombrar a aquello en lo que cree una persona o una comunidad; también hace referencia a una sensación de certeza y al concepto positivo que se tiene de algún sujeto o de alguna cosa.

En los textos bíblicos, fe es la certeza inamovible de que aquello que se espera, lo que se cree, es verdadero, cierto y seguro; es la confianza, certeza y seguridad en Dios y en Jesucristo, para el caso doctrinal del libro Sagrado. La fe es la completa seguridad de que obtendremos algo que ni siquiera podemos ver, pero eso llegará, porque a la fe la acompaña la “esperanza”, otro término que enriquece lo humano y transcendental de esa existencia vital que es la vida.

La fe es la certeza, y por certeza para el filósofo alemán del siglo XX, Karl Popper está relacionada con su enfoque epistemológico y su idea de que la ciencia no puede probar la verdad absoluta de una teoría; para el sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman, la certeza era lo que le permitía afirmar que la sociedad moderna había cambiado para dar paso a un modelo social que implica  el fin de la era del compromiso mutuo, donde el espacio público se ha debilitado y las realidades sólidas de nuestros abuelos, como el trabajo y el matrimonio para toda la vida, se han desvanecido, creándose en su lugar, un mundo más precario, provisional, ansioso de novedades y agotador; le llamó modernidad líquida y la caracterizó por su fluidez, la inestabilidad y la incertidumbre, donde las personas no están comprometidas con nada para siempre y están listas para cambiar en cualquier momento; un mundo en constante cambio y movimiento, donde las realidades sólidas han sido reemplazadas por una realidad más precaria y provisional.

A eso que Bauman llama modernidad líquida, otros autores como Víctor M. Toledo, Jean Paul Margot y José Ángel Agejas Esteban, entre otros; Toledo se refiere al dilema entre tradición y modernidad, asumiendo la acción de “fe” al decir que para salir de esa crisis se requiere remontar el dominio del poder social y la conciencia de especie y cósmica; por su parte Margot aborda la crisis de la modernidad y el proyecto decimonónico, cuestionando los ideales ilustrados. El proyecto decimonónico evidencia, recalca Margot, la quiebra de los ideales ilustrados y cuestiona la razón positiva. La modernidad prometía una tranquila continuidad en el progreso de la racionalidad hacia el mejoramiento moral y social de la especie humana, pero sus sueños producen monstruos, por lo que la interpretación de la modernidad que ella se hace de sí misma parte del error de ver los planos de la vida y de los saberes como algo aislado de la fe, cuando la certeza de la vida da por hecho que todos somos diferentes y cada uno ocupamos una dinámica especial, sideral, en la construcción de los hechos y acontecimientos cotidianos.

Y a juicio de Agejas Esteban, la  crisis de la modernidad es una crisis de sentido, que se manifiesta en la pérdida de la confianza en la razón y en la ciencia hay la incapacidad para dar respuesta a los grandes problemas de la humanidad, como la justicia social, la paz y la ecología.

En el ámbito de los pensadores más representativos de la Iglesia Católica,  el Papa Benedicto XVI, en un discurso en el 2007, expresó que el destierro de Dios en la vida de los hombres y mujeres constituye el origen de la crisis de la modernidad; por su parte el Papa Francisco, expresó que la modernidad ha llevado a la pérdida de valores ya la deshumanización de la sociedad, y ha creado una cultura del descarte que excluye a los más vulnerables. En su encíclica «Laudato Si'», el Papa Francisco aborda la crisis ecológica como una consecuencia de la crisis de la modernidad, y llama a una conversión ecológica que incluye una transformación de los estilos de vida y de consumo. La crisis de la modernidad se debe a la pérdida de valores ya la deshumanización de la sociedad, siendo necesario una conversión ecológica para superar esta crisis, volviendo a establecer la certeza entre la vida y la naturaleza.

Otro representante de la filosofía moderna que se centraba en la razón y en la ética, fue el alemán Immanuel Kant (siglo XVIII), para quien la fe se refería a la creencia en la realización del “Sumo o Supremo Bien”, como consecuencia de que solamente realizándose el hombre a través de ella, hacia posible la felicidad moral; la fe en Kant se basa en la idea de que la realización del bien moral es la única forma de alcanzar la felicidad. Kant sostiene que la fe no puede ser demostrada por la razón, sino que es una cuestión de elección personal; la fe se refiere a la creencia en la realización del bien moral.

Claro está, Kant entendía la moral como aquellas acciones de los seres humanos caracterizada por la razón práctica y en el imperativo categórico; es decir, entendiendo por imperativo categórico el mandamiento que no depende de religiones o ideologías y es capaz de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones; ya que lo que se conoce como ley moral, esta se origina en el interior del ser humano como un fin en sí mismo, sin estar sometido a ninguna legislación externa, por lo que el deber condiciona la acción moral como algo autoimpuesto; es actuar por deber, por respeto a una ley moral, entiéndase consenso de convivencia, defendiendo todas las normas de conducta que sintetizan en el imperativo categórico la existencia humana. La moral para Kant se basa en la idea de que debemos actuar de tal manera que tratemos a la humanidad, tanto en nuestra persona como en la de los demás, siempre como un fin en sí mismo y nunca como un medio para alcanzar nuestros propios fines.

Relacionado un tanto con esa idea de Kant de ver la sociedad como un fin, el filósofo alemán Jünger Habermas, en su percepción de la fe y la razón como los activadores de la crisis de la modernidad, apunta hacia dos alternativas que hoy en día se puede encontrar para definir un terreno común de entendimiento entre las distintas culturas, por un laso el universalismo de la unidad de una razón innata de todos los seres humanos que utiliza desde los respectivos estándares de ciencia o filosofía como hilos conductores para la interpretación obligatoria de lo que se debe considerar como fe y/o racionalidad; y abarcar un relativismo contradictorio consigo mismo que parte de la idea de que todas las tradiciones fuertes poseen criterios de verdad y falsedad propios, aunque inconmensurables; en cada tradición se articula un concepto distinto de racionalidad.

La fe se muestra depositaria de una espera por alcanzar la certeza de lo que no se ve; en el caso de Dios, de esa imagen abstracta que nos domina los sentimientos y la creencia, que a su vez nos da esperanza y paz, en la conquista por mantener un mundo planetario equilibrado, donde los seres vivos no estemos sentenciados a la extinción absoluta.

Es contradictorio hacer alusión a la fe y a la potencial extinción de la especie humana; porque se supone que la fe da por sentado la “infinita existencia”, por ser una certeza permanente de que prevalecerá el bien sobre el mal; lo que nos lleva a Biblia y en ella encontramos la fe como la certeza inamovible, donde hay una confianza en Dios y en Jesucristo, que se adquiere como un regalo de Dios. En la Biblia, según la versión el número de veces que se hace alusión a la palabra «fe» marca la importancia (versión King James, aparece 336 veces; versión New International , aparece 458 veces; versión New King James, aparece 389 veces; versión New American Standard Bible, aparece 378 veces; la versión Good News Bible, aparece 521 veces; entre otras, pero en toda esa presencia no se aprecia un sentido de la fe la palabra «fe» en la Biblia varía según la versión, pero en general se puede decir que aparece cientos de veces.

 Según la versión de la Biblia Jerusalén (versión católica de la Biblia elaborada en francés bajo la dirección de la Escuela bíblica y arqueológica francesa de Jerusalén, en español apareció en 1967), la palabra enseña que “sin fe es imposible agradar a Dios porque el que se acerca a Dios, tiene que creer que él existe y que llega a ser remunerador de los que le buscan solícitamente” (Hebreos, 11:6).

 En otro aparte se lee: “Así que la fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo” (Romanos 10:17). Acá está el secreto para comenzar a entender la fe en este mundo de conflictos y fragmentaciones: “oír”, “escuchar” (pudiera entenderse, leer también, comprender) el mensaje de la palabra;  la fe consiste en salir de nuestra razón y dar ese salto a lo desconocido: ¿acaso hacer esto nos hace irresponsables? La fe es tan importante que sin ella no tenemos parte con Dios, necesaria para acercarnos a la verdad, a lo que existe, parafraseando Hebreos, 11:6; percibir la certeza de que hay un ser superior único y verdadero; que haga posible interiorizar la realidad como certeza, confianza, plenitud al valorar el amor y la entrega de un Dios que no es complemento de la verdad, sino es la verdad.

Se pudiera especulas que un científico social como el que escribe pierde la brújula de la objetividad cuando defiende la abstracción de un Dios que no ve, ni le conoce en forma física; pero igual no vemos en forma física el Corona virus y sin embargo tenemos certeza de que existe porque vemos sus efectos y consecuencias; científicos como Maria Mitchell,  astrónoma de estadounidense y la primera mujer elegida para la Academia Estadounidense de Artes y Ciencias, en 1848,  tenía una fe plena tanto en dios como en la ciencia: «Las investigaciones científicas avanzan y revelarán nuevas formas en las que Dios trabaja y nos trae revelaciones más profundas de lo desconocido»;  Pierre Teilhard de Chardin que no solamente por religioso jesuita, paleontólogo y filósofo francés, fue un creyente de Dios, sino que aportó una visión de la evolución considerada ortogenista y finalista, equidistante en la pugna entre la ortodoxia religiosa y científica, justificando la existencia de Dios a través de su teoría de la evolución, resaltando que esta no es solo un proceso biológico, sino que es un proceso cósmico que lleva a la creación de una conciencia cada vez más compleja; esta conciencia culmina en la aparición del ser humano, que es capaz de reflexionar sobre sí mismo y sobre el universo. El argumento partía de que la evolución no puede ser simplemente un proceso aleatorio, sino que debe haber una fuerza que la guíe hacia un fin determinado, ese fin determinado y si fuerza es Dios, que actúa como el motor de la evolución y que se manifiesta en el universo a través de la complejidad creciente de la conciencia.

Desde este escenario se puede desde la ciencia ver a Dios como una entidad superior que tiene el poder y la fuerza de transformar todo cuanto ocurre en el mundo terrenal; porque es un Dios de sabiduría guiado por la confianza y depositario de la esperanza en quienes creen en él como causa y efecto de todo.

En cuanto al tema de la transdisciplinariedad, orden y forma con que los saberes se organizan en la razón pura del conocimiento,  se hace eco de la teoría de la complejidad, como necesidad de ir más allá de una visión dualista de sujeto y objeto, explorando la relación entre el ideas complejas y disciplinas de saberes que al ir complementándose asumen la figura multidisciplinar y plusdisciplinar que termina en dos campos de entendimiento de la realidad desde los saberes, uno propio de cada disciplina, interdisciplinar, y otro que se expande entre las disciplinas y tiene efectos a en su contexto territorial y conductual, conocido como transdisciplinariedad. El conocimiento transdisciplinar es entendido como la racionalidad de los elementos esenciales.

En general, el sujeto transdisciplinar, o el investigador que estudia la realidad desde la transdisciplinariedad,  tiene un vínculo directo con la fe, ya que  la transdisciplinariedad está estrechamente relacionada con la complejidad, el diálogo y una nueva racionalidad que valora las diversas perspectivas y enfoques de la relación del hombre con la naturaleza; el sujeto transdisciplinario vinculado con la fe, asume la forma de organizador  del conocimiento que va más allá de los límites de las disciplinas. El sujeto transdisciplinario representa la aspiración a un conocimiento lo más completo posible, capaz de dialogar con la diversidad del saber humano, y que no separa el mundo, aunque distingue las diferencias; se relaciona con la idea de una nueva racionalidad que valora diversas perspectivas y enfoques, donde lo sagrado tiene su más alto nivel de diálogo dentro de la complejidad de la acción, confrontando desafíos contemporáneos desde una perspectiva amplia, donde la indagación sobre el carácter transdisciplinario se convierte en una herramienta útil para abordar los desafíos contemporáneos desde una perspectiva de la fe, porque ella en sí misma va más allá de la integrando diferentes disciplinas y perspectivas, ya que comprende mejor la relación entre la la cultura y lo social, y promueve el diálogo interreligioso en razón de esperanza, caridad y misericordia.

La transdisciplinariedad, como proceso metódico para comprender la realidad, percibe la fe, a todas estas, como un enfoque que integrar diferentes disciplinas y perspectivas para abordar problemas complejos; como significó Edgar Morin,  representa la aspiración a un conocimiento lo más completo posible, que sea capaz de dialogar con la diversidad de los saberes humanos. Por eso, el diálogo de saberes y la complejidad son inherentes a la actitud transdisciplinaria, como complementaria al enfoque disciplinario y que hace emerger de la confrontación de las disciplinas nuevos conocimientos. Según Morin, el pensamiento complejo se caracteriza por la integración de diferentes disciplinas y perspectivas para abordar problemas complejos, así como por la consideración de la incertidumbre y el caos como elementos inherentes a la realidad.

La fe, a todas estas, en su estado natural es “certeza”, pero bajo condición de “incertidumbre y caos” es revelación; el hombre como extensión del amor que es la partícula que domina en el universo y que tiene que ver con la empatía y la unidad de  los opuestos, se desenvuelve en la contradicción permanente lo que le permite ser creativa y construir un mundo de convivencia y diálogo permanente, donde solamente la fe garantiza equilibrio y armonía, nada se compara con ella porque su existencia interior va acompañada de esperanza y de un factor reflexivo más fuerte que las comprobaciones con verificaciones experimentales científicas: la voluntad del poder. Esta es el deseo de autorrealización, de desarrollarse al máximo, mantener vitales los propios deseos, planes y proyectos; la voluntad de poder de la fe es el motor principal del hombre, el deseo por hacer de la esperanza la creencia para lograr la existencia eterna al lado de esa energía originaria que ha creado la vida y que denominamos Dios; la demostración de fuerza que lo hace presentar al mundo y estar en el lugar que siente que le corresponde; esta expresión fue creada y utilizada por el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en su lucha contra toda trascendencia; su visión de mundo, aunque corta y limitada por la ausencia de creencia,  es de ver la voluntad de poder como un conjunto de fuerzas desiguales, guiadas por la intencionalidad y proyectada hacia el mundo de la vida, único lugar donde podrá obtener lo que desea; la naturaleza de esta voluntad es el movimiento, el no pararse nunca, el seguir expandiéndose, que es precisamente lo que hace el Universo.

 Pero podrías decirse que valerse del pensamiento de un “ateo” como Nietzschelas, quien dudaba de los lazos religiosos y sostenía preconceptos sobre Dios y sus deseos; Nietzsche pretendía ser el abogado de Dios, luchando contra «los buenos y justos » que lo habían dado por sentado; se expresó sin piedad del cristianismo, en cuyo espíritu él mismo había sido educado y al que estaría siempre agradecido. Lo hizo famoso su proclama de que «Dios ha muerto». Pero lo que Nietzsche ve como la muerte de Dios, no es más que la oportunidad para construir una nueva «tabla de valores», porque el problema es de los hombres, de la debilidad de éstos para comprender la necesidad de un cambio de mentalidad desde donde interiorizar con Dios; su crítica de la creencia en Dios es que sofoca el florecimiento de un hombre que se expanda en conjunción con el Universo,  desechando la debilidad como creencia y centrando el desarrollo de los  valores en el establecimiento de nuevas metas para  lograr el hombre por fin alcance a entender el sentido de la vida.

En una palabra, la crítica de Nietzsche a la creencia en Dios está dada porque, a su juicio, Dios sofoca el florecimiento del hombre, por lo cual se debería desechar la creencia en Dios y centrarnos en desarrollar nuestros propios valores, establecer nuestras propias metas y lograr la excelencia personal. Pero lo que en el fono quería decir Nietzsche, era que el hombre estaba allí para materializar la existencia de un ser supremo, la discusión era entorno a que si esa supremacía era o no unidimensional; los testimonios y las experiencias de vida han mostrado que el Dios todo poder y toda gloria, es a la ves multidimensional, está en todas partes y en todos los saberes y conocimientos, por eso es también un Dios Transdisciplinar, porque su palabra y su obra transciende los saberes y las dimensiones de esos saberes, en la dinámica global en que estamos sobreviviendo.

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