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El triunfo de las ideas

La vehemente discusión entre amigos acerca del escabroso atentado contra el semanario francés Charlie Hebdo, arrimaba algunos matices al tema de las causas y consecuencias de la violencia invocada por la intolerancia. Si bien todos deploraban la masacre, hubo algunas “verdades” encontradas: “condeno la violencia, pero la provocación previa, el irrespeto, la burla, es también otra forma de agresión”. La preocupación no deja de tener significativas lecturas en un país ciertamente herido por la destructiva dinámica del no-reconocimiento del otro, víctima de una perversa desfiguración de las formas que termina vaciando todo contenido en la comunicación cotidiana. Aún así, algo logró reivindicar el debate: y es que esa provocación implícita en el humor –en tanto libre expresión de opinión- no puede ser excusa para atentar contra la vida. Que en regímenes de libertades democráticas la reacción a una ofensa debe ser proporcional a ella; que a tono con el iluminado espíritu del “Siglo de las Luces” hay que combatir las ideas (aún las más agraviantes, las más grotescas e insultantes) con ideas; que no puede disculparse el desafuero del fanático sólo porque su fe “fue ofendida”: que eso sólo trasladaría la culpa a la víctima, y blindaría la barbarie. Al final, ¿resistirse a la dictadura del instinto no es de lo que trata la racionalidad, condición sine qua non de lo humano?

Por muchas razones, el humor, más que cualquier otra expresión de humanidad, es guiño indeleble de tal condición. No en balde Rabelais señalaba que “reír es lo propio del hombre”. El humor, en tanto sofisticada expresión de inteligencia y uso del lenguaje, como “creación simbólica sorpresiva ligada a la irrupción de un sentido nuevo” -lo característico del chiste- nos hace animales únicos: no hay otro que piense y se comunique a través del discurso: tampoco hay otro capaz de reír y provocar la risa deliberadamente (podría decirse entonces que quien no soporta la risa ni es capaz de reir de si mismo, viaja en anacrónico retroceso hacia la no-evolución). El mismo Freud dedicó dos vastas investigaciones al tema: «El chiste y su relación con lo inconsciente» y «El humor». Así, el psicoanálisis concibe la experiencia del humor como la de “un cuerpo -humanizado- cuya peculiaridad es sufrir los efectos de la estructura del lenguaje en el que habita”, explica Luis Campalans: Freud habla de un «ahorro de sufrimiento» pero sobre todo de una discreta «ganancia de placer» que implica -amén de la catarsis- la transgresión y la rebeldía frente a la arbitrariedad de lo real, la develación de una verdad reprimida por el status-quo y su cuestionamiento.

Tal vez por ello el humor, en especial el gráfico o la caricatura (cuyo amplio rango de comunicación se ve potenciado por su efecto inmediato) ha sido considerado a veces tan amenazador, y por tanto susceptible de ser censurado. En Venezuela, ejemplos recientes se suman a una prolífica historia de añejas persecusiones a la posición crítica de los humoristas. Su capacidad para diseccionar la realidad más áspera y devolverla con ración adicional de sonrisas, todo ello no sólo sin hacer conseciones al Poder sino más bien desacralizándolo, termina en apretada puja con poderosos e intolerantes. Pero resulta inútil censurar: después de todo, limitar el alcance del humor es contrariar su principal función: la de desnudar, desde un íntimo punto de vista, todos los ángulos vulnerables de una situación molesta. Y es que “por radical que sea”, como indica Piedad Bonnett, “se propone siempre desde la subjetividad, no como una verdad general.”

Justo es recordar a nuestro Leoncio Martínez «Leo», quien a través de sus caricaturas en el semanario «Fantoches» se convirtió en lúcido Quijote del reclamo popular. Su historia no escapa al trágico registro del fanatismo local: preso una y otra vez en “La Rotunda” junto a su amigo y colaborador Job Pim, no se salvó, tras la muerte del Gómez, de la antipatía que generaba el tono ácido, provocador y ridiculizante de sus trabajos. Así, en 1937, una campaña de Leo contra la abierta postura franquista de los miembros de la Unión Nacional Estudiantil (UNE) culmina con atroz paliza para el caricaturista. ¿Acaso justificaba la incómoda irreverencia -que pudo haber sido ignorada, combatida con argumentos o mejor aún, tomada como referencia para la auto-crítica- un “castigo” a través de la agresión?

No: en una sociedad sana nada excusa la violencia física que da respuesta a una ofensa. Y si bien podemos declararnos adversos al tono despiadado, incluso vulgar de cierto humor (no todos estamos obligados a ser Charlie Hebdo) no es lógico permitir que el deseo de no ser molestados pase por la irracional idea de silenciar, de “borrar” el discurso del otro. Después de todo, cuando se trata de convivencia y libertades, siempre será preferible lidiar con el abrumador choque de ideas –en busca de una paz que pasa por la saludable gestión del conflicto- que no tener que lidiar con ellas, en lo absoluto.

@Mibelis

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