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En contra de las alcabalas

Quienes me leyeron la semana pasada saben que estuve en Colombia recientemente, visitando amigos y familiares que tenía mucho tiempo sin ver por culpa, precisamente, de alguien que debiera facilitar las relaciones bilaterales: el mofletudo nortesantandereano que se inventó una guerra contra sus paisanos para mantener distraídos a los más sencillos de mente.  El viaje lo hice por tierra y ya comenté el deterioro de la vía en el Táchira.  Hay trechos en los que pareciera que uno va por el lecho de un río: piedras sueltas y grava por montones.  Además, la maleza se está comiendo el asfalto de los bordes.  Es entendible, sin embargo: la gobernadora es de la oposición; por eso, no deben ser mucho los fondos que reciba del poder central y centralizador.  ¡Pero a ese estado le nombraron al inefable Bernal como “protector”!  Me imagino que está muy ocupado ayudando a sus camaradas del ELN y de la disidencia de las FARC y por eso no protege a quienes debiera: sus sufridos paisanos gochos.

Hoy quiero comentar algunas ocurrencias del viaje de regreso.  Principalmente, la interminable sucesión de puestos de control (eso que en Venezuela denominamos impropiamente “alcabalas”).  Entre Ureña y San Antonio, en un trecho de menos de quince kilómetros, encontré cuatro.  Innecesarias porque, por un lado, la carretera corre paralela y a escasos metros del límite fronterizo y, por el otro se eleva la infranqueable cordillera.  En Peracal, subiendo hacia San Cristóbal, ha existido un puesto de control desde antes del comienzo de la Guardia Nacional; pero ese sí es necesario: está en un paso obligado, ineludible.  ¡Pero es que ahora hay tres!  El de siempre, de la Guardia, otro de la Policía y otro del Ejército (que no sé qué pitos toca allí).  A distancia visual los unos de los otros.  ¿Será que se rigen por la propaganda aquella de la Gillette, la de: “si a la primera se le pasa, la segunda la repasa”?

Algo parecido ocurre en La Pedrera, con un agravante: los dos puntos, también a escasos metros el uno del otro, son de la Guardia.  Supongo que pusieron el segundo por los vehículos que vienen de Guasdualito, que entran antes de la bifurcación.  Pero es que el guardia ve que a uno lo pararon y lo revisaron en el primer punto, y vuelve a hacer una idéntica revisión y las mismas preguntas estúpidas (debo asegurarme de comentar eso más adelante).

Pero el colmo es el trayecto del estado Portuguesa.  No sé dónde estudió Administración Policial (si es que estudió) el comandante de esa zona.  Porque decidió instalar alcabalas cada diez o quince minutos ¡en una autopista!, la José Antonio Páez.  Cuando me tocó estudiar esos asuntos, la definición de autopista era: “carretera con varios carriles para cada dirección, separados por una mediana, sin cruces a nivel, con controles en sus accesos, y curvas muy amplias para permitir la circulación a gran velocidad”.  En esos tiempos, las únicas que había en Venezuela eran la de Caracas-La Guaira y los tramos Aragua-Carabobo de la Regional del Centro, pero todavía me acuerdo de la definición.  Resalto lo de “controles en sus accesos” y “circulación a gran velocidad”.  Es lógico que los agentes del orden estén en los accesos para impedir que entren en ella vehículos sin las luces completas, que hagan humo, o que constituyan un peligro para la circulación; pero no cada 20-30 kilómetros del trayecto.  Porque se reduce la velocidad.  Cada una de las alcabalas, con sus respectivos reductores de velocidad; los famosos “policías acostados” (algunos de ellos, por lo voluminosos y altos, no son funcionarios rasos, deben ser comisarios, por lo menos).  Entre San Cristóbal y el Campo de Carabobo hay, seguramente, unos doscientos de esos fulanos reductores.  Cada uno, con su vendedor de café, frutas o golosinas.  Entonces, la razón para gastar ingentes dineros en hacer autopistas queda desvirtuada: no se puede circular por ellas con la rapidez que las justifican.  Entre los obstáculos sobre el pavimento y las autoridades que debieran estar buscando delincuentes en otras partes y no entorpeciendo el avance de los viandantes, el viaje se hace mucho más largo.  Sin necesidad.  Por aquello de “piensa mal y acertarás”, me imagino que se ordenó instalar esos controles innecesarios para que los funcionarios pudieran redondearse el magro sueldo que devengan con el ya popular “matraqueo”.

¡Y las preguntas que se hacen allí!  La más frecuente es: “¿para dónde va?”.  Hagan la prueba, díganle que van para Cuchijapón a visitar a la querida que tienen allá, o a Los Roques a pescar bacalaos, o a Tumeremo para comprar una avioneta, o cualquier otra insensatez; ¡el funcionario que hizo la interrogante no tiene cómo corroborar la información!

La última vez que viajé al exterior, un guardia me pidió el pasaporte y el pase de abordar antes de permitirme el acceso al área internacional.  Se los di.  Me preguntó lo de siempre: “¿Para dónde va?”.  Le contesté que tenía mi pase de abordaje, que lo leyera.  No le gustó.  Y me vino la segunda interrogante: “¿Qué va a hacer allá?”.  Le dije: “Permítame que le conteste con otra pregunta: ¿eso a usted qué le importa?”.  ¡Más vale que no!  Se puso como una tatacoa.  Me ordenó que me pusiera a un lado y se puso a despachar a los que venían más atrás de mí en la cola.  Al final, me llamó y se puso a explicarme que él había hecho un curso para descubrir si la persona estaba nerviosa porque llevaba drogas y que, con sus preguntas, lograba descubrir traficantes.  Le contesté: “Me hubiera dado esa explicación hace media hora y hubiera satisfecho mi curiosidad.  Y déjeme que le diga más.  Cuando su papá no había nacido, ya yo estaba ejerciendo en puntos de control, revisando personas y bienes —porque yo soy guardia; con más años y gradación que usted, pero guardia—, y en esos tiempos, nunca hice preguntas pendejas e indebidas”.  Le arranqué el pasaporte y el pase y franqueé la entrada antes de que me pudiera revirar…

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