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En pos de la conexión perdida

Si bien los episodios ligados a la protesta ciudadana no han faltado en una Venezuela asediada por el Socialismo del siglo XXI, los más recientes llegan aliñados por una sustancia señera. A diferencia de protestas impulsadas por necesidades que miran desde la cúspide de nuestra maltratada pirámide de Maslow –respeto, afiliación, autonomía, reconocimiento, autorrealización– las de hoy no pueden estar más apegadas a bases que son casi sótanos. De lo sublime a lo prosaico, así vamos: llevados por esa sólida y consistente regresión.

Esta criatura híbrida cuyos desórdenes impulsaban a denunciar el recorte de libertades públicas en 2002, por ejemplo, se ha despojado prácticamente de toda formalidad y médula democrática. El tenaz ricorsi nos condujo de un autoritarismo con competitividad cada vez más limitada a uno hegemónico restrictivo. Habitando esa zona gris que elude mañosamente otras etiquetas, rasgos como el afán de control total, la ausencia de instituciones independientes o el desconocimiento de derechos de participación política, incluso lamen las orillas del autoritarismo cerrado.

A expensas de ese paisaje, la existencia de grupos políticos que se oponen a los intereses del bloque de poder y aspiran, por ende, a desplazarlo, se hace cada vez más cuesta arriba. A primera vista, topamos allí con un gobierno inmune a la incertidumbre. Pero conviene mirar más detenidamente. Pues en suerte de danza incongruente y macabra, los más básicos derechos a una vida digna han terminado licuados por la gestión de un Estado (¿frágil? ¿colapsado?) que luce incapaz de garantizarlos.

En tal sentido, preocupa que junto a una población dislocada por la emergencia, desguarnecida en lo privado, que agoniza por el apretado acceso al alimento, la salud, la educación, el combustible o los servicios públicos, otras demandas menos tangibles parecen perder brillo. Nuevamente la agenda desbordada de lo social y la progresiva de lo político tienden a repelerse, a ser vistas separadamente, incapaces de armonizarse: “el país no está para diálogos, no está para pactos ni políticos oportunistas, no está para elecciones”. ¿Conviene que esa percepción prospere y se mantenga?

Para responder, es justo recordar que la idea de la política nos conduce a la de la polis, allí donde el “juntar las casas” llevó a disponer de un solar común, un espacio que obliga a “salir de uno mismo” para redefinirse en el amplio, plural entre-nos. Sintonizar los intereses de todos –intereses que filtra, justamente, la siempre problemática convivencia- pasa por la organización de quienes no sólo hablan y actúan juntos, sino que aspiran a que sus asuntos cotidianos sean adecuadamente atendidos. Así que si bien una esfera pública no debería vivir domeñada por la perentoriedad, la búsqueda de libertad que azuza al bios polítikos pasa a su vez por contener y superar la tiranía de la necesidad. La cualidad de un individuo en plena sintonía con su polis –esto es, un ciudadano- se fragua gracias a esa virtuosa toma de consciencia. Una que acá nos obliga a conciliar la impostergable lucha por la supervivencia con la no menos obligante consecución del bien común.

Pero fruto de la privación sin tregua y de la anomia, hoy se ha impuesto no esa operación concertada sino la indignación, la tensión explosiva, el catártico estallido. No hay ahí orientación precisa, sino respuesta súbita a la coyuntura. Todo ello, no obstante, lleva a pensar en el potencial de aquellos movimientos sociales que lejos de diluirse en meros guetos identitarios, en compendio de malestares individuales o focos de agitación aislada y esporádica, terminaron aglutinando sentimientos, ideales, aspiraciones colectivas de reivindicación y emancipación colectiva. Y brindando soportes, por ende, para la reinvención de la participación política.

Que tal cosa ocurra, por supuesto, depende en buena parte de una conducción idónea; de que haya líderes creíbles, organización, partidos funcionales, redes, programas de largo aliento, voluntad articulada con un proyecto transformador de lo social. Así pasó en Polonia, donde las luchas sindicales de “Solidarność” mutaron en fuerza política. O en Checoslovaquia, con el ascenso del grupo de intelectuales encabezados por Havel. La propia historia de Venezuela cunde en pedagógicos referentes al respecto. Lo que se inauguró a partir del fin del gomecismo –y su pujante anticipo, la irrupción de la Generación del 28– en términos de activación del imaginario democrático, de evolución por el salto del caudillo decimonónico al líder moderno, de la incorporación al sistema político de masas tradicionalmente desamparadas y excluidas, sirve para ilustrarnos.

Pero aun contando con esos excepcionales pertrechos –no parece ser el caso- dotar de sustancia política al cuerpo de demandas de una población tan desvalijada como rabiosa, pide además restablecer la conexión perdida.Una conexión genuina, compasiva, a la vez útil. No circunstancial, no parásita. Los puentes rotos entre liderazgo y sociedad poco o nada ayudan a aliviar las viejas tensiones entre lo político y lo social, ni permiten encauzar el antagonismo que plantea la relación con un gobierno que por poder y por no poder, hoy no garantiza condiciones de ningún tipo.

Esforzarse en articular ambas agendas seguramente ayudaría a conjurar la parálisis que entrampa a ciertos sectores, que condena a la polis a la desintegración y al ciudadano a la intrascendencia. Puesto que el malestar social está exigiendo trámites expeditos, puesto que los intereses de esas esferas se alinean con la necesidad de provocar transformaciones relevantes, lo político podría proveer instancias de encuentro. Allí surgen potenciales arenas de lucha que nadie debería desdeñar.

@Mibelis

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