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Europa y la anti-Europa

Desde 2008, cuando estalló la crisis financiera mundial, la Unión Europea ha afrontado una sucesión de crisis: la crisis griega —cada vez más grave—, el revanchismo ruso en Ucrania y la crisis de los refugiados en el Mediterráneo. Son crisis que han puesto a prueba la capacidad de los poderes y las instituciones de la UE y los han llevado hasta sus límites, y más allá, con lo que la reacción de Europa ha sido tan bochornosamente débil.

La ineficacia de las instituciones y estructuras existentes frente a las amenazas actuales está poniendo en peligro ahora la legitimidad de la UE, porque los ciudadanos de Europa están pidiendo soluciones que la UE evidentemente no puede —y en parte no quiere— dar. De ahí la erosión del apoyo a la UE en los electorados de sus Estados miembros.

El ritmo de dicha erosión podría acelerarse en los dos próximos años. Parece seguro que Reino Unido celebrará en 2016 un referéndum sobre su permanencia en la UE y un partido de extrema izquierda, decidido como en Grecia a eludir los rigores de la reforma económica, podría vencer en las próximas elecciones generales de España.

Los resultados podrían ser positivos, si es que Reino Unido permaneciera en la UE y España optara por el status quo o una idea del cambio mucho más moderada que la del Gobierno de Syriza, pero la peor derivada para el futuro de la UE parece cada vez más probable: la salida de Grecia de la eurozona y de Reino Unido de la UE y un resultado de las elecciones en España que se parezca al de Grecia.

En caso de que se produjera esa tremenda tormenta, la propia existencia de la UE se pondría en duda. Todas las fuerzas euroescépticas y nacionalistas de los Estados miembros se esforzarían por lograr que la retirada de sus países respectivos de la UE fuera la cuestión fundamental del debate político interior y de las campañas electorales. Dicho de otro modo, casi 60 años de integración europea podrían echarse a perder.

Europa no tiene por qué seguir necesariamente esa vía. Y que las salidas combinadas de Grecia y de Reino Unido son probablemente el mayor peligro que Europa ha afrontado desde el fin de la guerra fría.

Además, la crisis interna de Europa se está produciendo en un ambiente geopolítico inestable y peligroso. Aunque las amenazas externas pueden reforzar la cooperación estratégica entre los Estados miembros, también puede que no sean suficientes para mantenerla intacta, sobre todo si Rusia sigue empeñada en dividir a Europa fortaleciendo sus fuerzas nacionalistas, euroescépticas y xenófobas.

Para impedir que la UE se desmiembre, hará falta sobre todo una solución estratégica para la crisis griega. Grecia necesita dinero y realizar reformas rápidamente y dentro de la eurozona. Atenas, Bruselas e incluso Berlín no pueden aceptar a Grecia como un Estado y una economía fallidos. La continua partida de póquer entre el Gobierno de Grecia y la troika perjudica a todas las partes interesadas… y a Europa más que a ninguna. Solo puede acabar con un nuevo rescate de Grecia o con un desastre para la Unión.

Si se evitara la salida de Grecia (lo que debería ser la máxima prioridad de la UE), la amenaza representada por la salida de Reino Unido sería ya mucho menos intimidante, ya que en ese caso los riesgos se reparten de manera mucho más uniforme. En realidad, los riesgos son mayores para el primer ministro británico, David Cameron, porque resulta casi seguro que Escocia no aceptaría esa salida, con lo que correría peligro el futuro de Reino Unido.

Aunque Cameron se encuentre en un agujero que ha cavado él mismo, la UE debe mostrar cierta flexibilidad en sus negociaciones con Reino Unido sobre aquellas cuestiones que no se refieren a sus principios básicos. Si, además de afrontar eficazmente los riesgos de las salidas de Grecia y Reino Unido, la UE logra fortalecer su unidad y determinación para abordar la crisis de Ucrania, habrá logrado eludir las amenazas actuales que pesan sobre su viabilidad. De hecho, podría incluso resurgir más fuerte. Ésa no es la hipótesis más probable actualmente, pero podría llegar a serlo si Europa llegara a la conclusión —más temprano que tarde— de que se deben evitar las consecuencias del fracaso casi a cualquier coste.

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Joschka Fischer, ministro de Asuntos Exteriores y vicecanciller de Alemania de 1998 a 2005, fue un dirigente del Partido Verde Alemán durante casi 20 años.

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