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Exilio, destierro, desarraigo

“El mundo a mi alrededor se va despoblando y quedando cada día más vacío.”
Mario Vargas Llosa

Pertenezco a la generación nacida al fragor de la Segunda Guerra Mundial. Mis padres, al de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Mi esposa al de la Guerra Civil Española. Ella y yo nos hicimos conscientes a las sombras del conocimiento del nazismo alemán y su Holocausto, Stalingrado, la Guerra Fría, la revolución china, la revolución cubana, las guerras de guerrillas, el bombardeo a La Moneda, la Guerra de Vietnam, las dictaduras del Cono Sur. Viví la construcción del Muro de Berlín y me eduqué en esa ciudad sitiada, rodeada de alambradas de púas y terrenos minados, vigilados por casamatas con soldados armados con ametralladoras Punto 50. Compartí la revuelta, la sangre y los atentados que marcaron la emergencia del terrorismo ilustrado europeo. Presencié la transmisión en vivo y en directo del atentado a las Torres Gemelas de Manhattan. Vi caer los cuerpos desesperados de quienes prefirieron lanzarse al vacío que ser asfixiados por el humo y carbonizados por las llamas. Hemos sufrido en carne propia, cuando nos creíamos libres del horror y alcanzar la vejez en la desenfadada e inocente alegría de esta Tierra de Gracia, para caer bajo las garras de la más sórdida, obscena, desalmada, corrupta e inhumana de las revoluciones: la retrógrada, la contrarrevolucionaria, la ladrona y narcotraficante  dictadura venezolana.

No es un curriculum generacional del que sentirse orgulloso. Ni vivencias que agrade mantener en el recuerdo. La literatura me ha dado dos imágenes que retratan el mundo en que le tocó vivir a nuestras generaciones: la de Kurtz, el evasivo y omnipresente personaje de la novela El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, cuando agonizante y de regreso a la civilización lo dice todo en un grito final: ¡El horror! ¡El horror! Y la interpretación que nos da Walter Benjamin de una acuarela de Paul Klee, Ángelus Novus: el ángel nuevo está horrorizado ante la montaña de ruinas e iniquidades que se alza a sus espaldas y le aprisiona sus alas, impidiéndole alzar el vuelo. Es el pasado. Nuestro pasado. Actúa como anclaje y admonición de la barbarie.

Si tuviéramos que definir en una palabra la esencia de nuestras vidas, esa sería “desterrados”.  Yo, del Chile de Salvador Allende y Augusto Pinochet. Soledad, mi esposa, de la Guerra Civil española, los nacionales, los republicanos, Francisco Franco. Gran parte de las familias venezolanas que nos han rodeado en medio de la felicidad que recibiéramos de esta segunda Patria sufrían del mismo destino: huidos de pogromos, desterrados de la Segunda Guerra Mundial o de sus secuelas, exiliados de las dictaduras y miserias que asolaran a España, a Italia, a Portugal. En rigor, todos nos hicimos a la mar empujados por la miseria, el hambre y la desesperanza del horror dictatorial, de la muerte inminente, de la cárcel y el fusilamiento, de la desesperación.

¿Qué nos espera? ¿Qué le espera a nuestra descendencia? Resulta trágico y contradictorio, pues mientras toda esa tragedia que espantaba al ángel nuevo de Klee se amontonaba a su paso como un fardo insoportable, el mismo hombre que perseguía y era perseguido, humillaba y era humillado, asesinaba y era asesinado, hambreaba y se desfallecía de inanición pisaba la luna y espiaba a una distancia sideral las entrañas de Júpiter y Saturno. Inventaba la inteligencia artificial y desvelaba los misterios del genoma humano y los arcanos del confín del universo, construía máquinas inimaginables cuando naciéramos y ya se asoma a domeñar la mancuerna del tiempo y del espacio.

Lo pienso y lo escribo mientras reviso y constato la insólita cantidad de familiares y amigos, de compañeros y discípulos que se nos fueron. Pruebas incontrarrestables de que la tierra de gracia que nos acogiera generosa en fiel expresión de un milagro humanitario se ha hecho también ella irrespirable, invivible, otro infierno. Del que más vale huir que sellar nuestras vidas con sus sufrimientos y partos. ¿En qué lugar del planeta no hay un venezolano que haya preferido dejar su patria para siempre que resistir la acechanza?

Pensando en ellos, recuerdo un poema de Rafael Alberti, musicalizado por mi esposa en ese conmovedor reencuentro de dos desterrados grabado hace cuarenta años, Esta tarde larguísima de otoño:

Esta Tarde Larguísima de otoño

Esta tarde larguísima de otoño que me lleva / con tanto invierno helado perdido entre los huesos, /  yo quisiera llorar sin que nadie me viese,/ sin que ninguno osara preguntarme :/ ¿Sabes adónde vas, puedes decirnos /  si vas hacia algún fin o hacia la nada? /  ¿Sabes si al detenerte de pronto has terminado,/  si perderás los ojos o el habla para siempre? / Yo sé que algo terrible me espera allá a lo lejos, / adonde ciegamente hoy me están empujando./  Llegaré de seguro y tantos cuando llegue  / dirán: ¿Eres tú acaso el mismo que esperábamos?

@sangarccs

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