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Fui sobrino y escolta de Pompeyo por corto tiempo

Coincidí con Pompeyo Márquez en una cena en el Hotel Curumato, calle 34 de Barquisimeto, de apoyo al candidato presidencial del MAS, en 1973 el único partido político por el cual he sentido simpatías, por tratarse de un proyecto dirigido a establecer que no puede haber Socialismo sin Democracia. Fundado en virtud de las crecientes desavenencias de militantes y dirigentes del PCV, no sólo con la línea de la violencia guerrillera que pretendió interrumpir el renacimiento del experimento modernizador de la sociedad venezolana, implementado del 45 al 48, para superar el despotismo militar que caracterizó a todos los gobiernos desde 1830, el cual resurgió con el golpe en noviembre del 48 contra Gallegos -el primer presidente electo por todo el pueblo- imponiéndole al país otra dictadura militar, la pérezjimenista, de noviembre de 1948 a enero de 1958.

Mi primer nexo indirecto con Pompeyo emana de compartir con sus hijas, Tania y Natasha, la condición de alumnos del Liceo Andrés Bello desde el inicio del año escolar en septiembre de 1957, aunque yo comenzaba el primer año y ellas me llevaban ventaja. In stricto sensu, entonces no existía Pompeyo Márquez, pues el país estaba sometido por la anterior dictadura militar, encabezada por Marcos Pérez Jiménez, Luis Felipe Llovera Páez y Óscar Mazzei Carta, con Vallenilla Planchart, Pedro Estrada y Miguel Silvio Sanz entre los cómplices civiles de aquel despotismo desarrollista, peculador, conculcador de las libertades políticas mediante los terribles métodos de la “Seguridad Nacional”, con sus esbirros capaces de cometer las más aberradas torturas, entre quienes recuerdo a “Suelespuma” y “el Loco Hernández”. En esas circunstancias era imprescindible -para quienes, en la clandestinidad, se oponían a la dictadura militar– usar un apodo que les permitiera cierta libertad de movimientos y desviara las posibles retaliaciones contra sus familiares. Pompeyo, máximo dirigente del PCV, Partido Comunista de Venezuela, pasó a ser Santos Yorme, y en 1957 actuando en combinación con AD, URD y COPEI (Sáez Mérida, Fabricio Ojeda y Enrique Aristeguieta, respectivamente) -en la Junta Patriótica- para “tumbar” a Tarugo (el sobrenombre de Pérez Jiménez, se lo puso el pueblo al abusador, que disfrutaba de excesivos privilegios del poder, incluidas sus orgías en motoneta en la isla de La Orchila).

La unidad opositora y el resquebrajamiento del apoyo de las Fuerzas  Armadas a la dictadura, evidenciado por el alzamiento de parte de la Fuerza Aérea el 1º de enero del 58, con el capitán  Hugo Trejo y otros sobrevolando Miraflores, hicieron posible el gradual colapso de la maquinaria que controlaba el poder (Vallenilla y Estrada se fueron del país, liceos y universidades protestaban, el régimen tuvo que suspender las clases el 9), hasta que la madrugada del 23 el dictador huyó por La Carlota (Llovera Páez había recomendado tomar las de Villadiego porque “pescuezo no retoña”), y las calles fueron inundadas por quienes celebraban el final de ese anterior encierro militar, que creímos sería el último.

Haber sido excluido del Pacto de Punto Fijo -por la geopolítica derivada de la guerra fría que abarcó al planeta desde 1948 hasta 1991– y pretender copiar el inmediatismo de la revolución cubana, incentivado por la maquillada épica de Sierra Maestra y la visita de Fidel a Caracas en enero del 59, forzaron al PCV -y el MIR- para complacer las hitlerianas ambiciones de Fidel, a organizar las guerrillas rurales y urbanas, que en paralelo también generaban disturbios citadinos con frecuencia semanal, utilizando a los más jóvenes, liceístas y universitarios, que por su inexperiencia y escasa formación devoraban las carnadas de “la igualdad absoluta, el gobierno proletario, la erradicación de la pobreza”.

En una de esas escandalosas manifestaciones, que generalmente paralizaban las actividades en los liceos y facultades universitarias con más propensión a participar en disturbios para exigir reales o supuestas reivindicaciones estudiantiles, o protestando contra ejecutorias del gobierno (que a menudo incluían excesos policiales o militares), generando círculos viciosos que con cada disturbio agregaban más motivos para las próximas protestas, a raíz de la represión en las anteriores. Recordemos que las guerrillas urbanas y rurales funcionaban a escala nacional, y que en la provocación de esos disturbios “estudiantiles” intervenían fichas de la ultraizquierda, que buscaban elevar el desorden y la inestabilidad del país, por su objetivo de derrocar al gobierno democrático para instalar otra franquicia de la URSS, un régimen totalitario, sin propiedad privada ni opiniones disidentes, el estado patrono, partido y pensamiento únicos e incuestionables. De manera que en ocasiones el disturbio se propasaba y también la respuesta represiva, con óptica militar. Uno de aquellos próceres de las guerrillas sesentosas produjo el terrible lema “Haz patria, mata un policía”, y ese Rufián que propuso esa acción tan humanista, se prolongó en su perversión hasta el sucialismodelsiglo21.

En el segundo trimestre de 1961 a media mañana de un día laboral, por Radio informaban que en un disturbio había muerto un joven con el uniforme de kaki correspondiente a los liceístas y lo identificaban como Edgar González. Unos primos míos, mayores en edad, lógicamente preocupados por la posibilidad de que se tratase de mí, intentaron indagar más, antes de que mi madre pudiera enterarse (ella era Enfermera Supervisora en la Maternidad Concepción Palacios, en San Martín, de guardia cada mañana), y como en esa época pocas casas tenían teléfono propio en el sector donde ella compró su vivienda (urbanización construida durante el gobierno de Medina Angarita), todos los vecinos usábamos el teléfono de la bodega del señor Ernesto, canario bonachón, que cobraba medio (Bs 0,25) por cada llamada realizada desde su aparato negro colgado en la pared, a dos metros de la puerta trasera de la bodega, al que se accedía por el garaje de la casa, y las llamadas no tenían límite de tiempo. Por supuesto que ese número lo tenían los familiares de los vecinos beneficiarios de ese amable servicio, para enviar y recibir mensajes a través del teléfono en la bodega. Mi primo Tibaldo llamó a la bodega y lo atendió la señora Concha, esposa de Don Ernesto, quien al conocer la noticia dijo que iría a cerciorarse, “porque yo me quedaba dormido a veces, y era posible que ese día ni siquiera hubiera ido a clases” (4º año de bachillerato). En efecto, Doña Concha caminó los 40 metros de la bodega a mi casa, mi cuarto estaba al frente en el primer piso, y al escuchar a la señora Concha llamarme a gritos, me desperté y me asomé a saludarla. Ella volvió al teléfono negro en su pared y le comunicó a mi primo que yo estaba bien y en la casa, lo que permitió que él llamara a la Maternidad y le informara de la terrible confusión a mi mamá, que no se había enterado de nada, por fortuna.

12 años después, le conté a Pompeyo durante la cena en el Hotel Curumato, que conocí a sus hijas en el LAB y este lamentable episodio del tocayo, y me explicó que aquel liceísta muerto era su sobrino, Edgar González Márquez, hijo de una hermana suya, ferviente participante en los rutinarios disturbios callejeros que, en absurdas ocasiones, incluían saldos trágicos, con víctimas en ambos bandos.

Volví a coincidir con Pompeyo en octubre del 2007, había viajado a Caracas y participado en un Congreso del MAS -invitado como independiente-, celebrado en un auditorio de Parque Central, donde disfruté de interesantes ponencias y saludé a unos cuantos conocidos. Supe, finalizado el Congreso, que al día siguiente habría un debate sobre la Reforma Constitucional en el auditorio del Instituto Pedagógico de Caracas, donde me gradué en 1968, y fui con dos propósitos, participar en el debate y conocer el edificio nuevo del IPC, en cuya planta baja está el auditorio. Por insólito que parezca, en 39 años no había retornado a mi alma máter, que tramitó mi Beca para hacer Postgrado en Inglaterra, y por no haber retornado a tiempo para el inicio de las clases en el IPC, que entonces se regía por Año Escolar, de septiembre a julio, me enviaron como docente al Pedagógico de Barquisimeto, que funcionaba por semestres, en febrero del 71, y ya era un barquisimetido más (lo que llaman “navegao” en Margarita).

Cuando ingresé al pequeño auditorio (el “viejo” era más grande, pero fue demolido para dar espacio al distribuidor de “La araña”), ya todas sus butacas estaban ocupadas, había gente parada en los angostos corredores laterales, y decidí sentarme en el piso, en el corredor frontal, a poca distancia del reducido espacio destinado a escenario, donde pusieron una mesa de 2×1 mts para los invitados que disertarían sobre la Reforma, cuyas identidades yo no conocí hasta que se presentaron en el local poco después. Sí era notoria la presencia de un grupito, no más de doce, que ocupaban la esquina trasera derecha -vistos desde el escenario- con pancartas que mostraban su apoyo a la pretensión de reformar la “mejor Constitución del mundo”, pero ese grupo mantuvo una actitud civilizada, respecto de la actividad y sus protagonistas esenciales. Con el auditorio a reventar, llegaron los panelistas, y supe entonces que se trataba de Yon Goicoechea y Pompeyo Márquez. La presentación formal la hizo un profesor del IPC, fósil ortodoxo militante del PCV, y enseguida irrumpió otro grupo de castrochavistas, no más de diez pero bastante exaltados, con la obvia intención de boicotear el acto (sucialismo y debate son incompatibles, y allí estaban en franca minoría, ni siquiera el 10% de los asistentes). Usaron como excusa que Goicoechea llevaba una franela con la icónica imagen del Ché Guevara -tomada por Korda en Cuba- (nunca he conocido la muy estúpida “razón” por la cual Goicoechea decidió ponerse esa franela, y justo para ese acto), y asumieron la condición de energúmenos, gritando sus consignas y amenazando a Yon y a Pompeyo, lo que me obligó a subir al escenario y a colocarme entre Yon y Pompeyo, a cuyo lado izquierdo estaba su hija Tania, profesora del IPC, los cuatro contra la pared y con la mesa separándonos de la mini-turba agresiva e insultante. En medio de ese caos tuve que regañar a Pompeyo, obligarlo a sentarse para que estuviera menos expuesto a un golpe, mientras él insistía en hablarle al más agresivo de los salvajes: Pompeyo se justificaba diciéndome que lo habían acusado de fascista y él pretendía aclararle a aquellos energúmenos su enorme equivocación. Habría sido imposible que uno de aquellos furibundos e irracionales integrantes del obvio grupo de choque enviado a impedir el debate, atendiera argumentos, en su ignorancia y fanatismo no había espacio para reconocer al Santos Yorme que enfrentó a la anterior dictadura militar, sí a uno de los calificados  como enemigos por el castrochavismo por fundar el MAS, partido que nace para oponerse al “socialismo real” que tanto daño había ya causado desde 1917, precisamente por su praxis fascista, en las antípodas de las libertades sociales, políticas, económicas, que derivan de la genuina Democracia.

En honor a la verdad, en aquel auditorio sólo hubo agresiones verbales, pero afuera lograron golpear en la cara a Goicoechea, y como los reporteros de Globovisión debían llegar a su planta para transmitir el video y la noticia, transcurrió una hora entre el final del brollo en el IPC y la difusión por TV de imágenes e informaciones, mezclando el bululú en el auditorio con la agresión física en el estacionamiento, por lo que familiares y amigos que me reconocieron en el video, me llamaron a mediodía para preguntar si yo estaba ileso, y les expliqué que las agresiones terminaron a las 11 am, y que la herida a Goicoechea “ocurrió después de mi guardia”. Ya yo estaba conversando con colegas del IPC, en una sala en la que se realizaba una elección pautada con anterioridad para ese mismo día.

Por último, una deliciosa anécdota. De visita en el 2006 a mi prima segunda Gioconda Soto, periodista de El Nacional a cargo de la fuente de Miraflores, nos contaba que entrevistando a Pompeyo una llamada los interrumpió, y él -solicitando de antemano que le disculpara- atendió, y en sus respuestas hubo abundantes “sí mi vida, no mi amorcito, claro mi cielo, por supuesto dulzura”, en tono amable y extraordinariamente afectuoso. Gioconda sabía que Pompeyo, se había casado con Socorro Negretti en 1943, y relatando esta historia le reclamó a su esposo por no ser tan cariñoso con ella como Pompeyo, entonces de 84 años (y Gioco suponía que ya con 63 de matrimonio con Socorro), pero otra persona en aquella sala le aclaró que Pompeyo enviudó en 1998, y años después contrajo nupcias con Yajaira Araujo, la nueva cónyuge, destinataria de las azucaradas respuestas telefónicas.

Pompeyo Exequiel Márquez Millán nació en Ciudad Bolívar el 28 abril de 1922, murió el 21 de junio de  2017 en Caracas, día en que sucede el Solsticio de Verano, y esa asociación la hice en feisbuk al cumplir un año de su fallecimiento. En términos beisbolísticos tuvimos similar rendimiento, tres hijas y un varón, tres hits y un tubey. Fui su sobrino y su escolta, mis dos posiciones de más efímera duración.

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