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Gobierno arbitrario

El ser humano, aunque sea victimario, no puede morir sin echar un ojo consciente en la acera del otro, de su víctima. Su acto criminal, en muchos tramos de su vida toca a su consciencia. Se coloca cerca del reconocimiento de su culpa. Esta lo desconcierta, lo perturba, lo tortura. Lo impele a devolverse, a saber el resultado, el saldo. En suma, teme el castigo, la condena. Sabe que las cartas están echadas en su contra. La víctima lo llama, lo ata, lo condena de por vida. Lo persigue el recuerdo que es el martirio, su auto suplicio. En fin, la víctima condena al victimario. El recuerdo de su atrocidad, como el agua mansa va derribando, paulatinamente, el muro de su insensibilidad. La conciencia, el sentimiento de culpa, el temor a ser castigado pudieran intimidarlo, detenerlo en proseguir antes que su debilidad y enfermedad perversa lo arrastre a cometer otros delitos. En fin, por lo general el victimario, aunque no lo confiese, en silencio termina convirtiéndose en víctima de la víctima y de sí mismo. La sombra caída de la víctima, parece incorporarse sobre el victimario, se transforma en fuego abrazador. Y a pesar de su pasmosa perversidad, o como lo dice Hannah Arendt, de instalarse en “la banalización del mal”, el criminal, a pesar de su convicciones, pudiera acercarse al umbral del arrepentimiento hasta trascender hacia su salvación. En caso contrario, va a su trascendencia descendente, a su definitiva perdición.

La víctima tiene deudos, aunque ya no respire y muchos se manifiesten indiferentes, no queda del todo sola. Después de ser arrojada y desechada, su despojos emiten señales, SOS, pide auxilio, aunque su inerte quietud, parezca inofensiva. Estas señales, son solo perceptibles por los hombres más sensibles. Las religiones, los ritos, las costumbres, la ley, el dolor como componentes del espíritu de la gente, acuden a hacer algo por la víctima.  Metafóricamente pudiéramos decir, que los muertos como víctimas, requieren ser tomados en cuenta, empujan a sus deudos y coterráneos a exigir justicia. Su movilización recompensa, si no se deja llevar por el desenfreno o el revanchismo. Nadie puede prohibir que amemos. “Toda víctima exige fidelidad”, como lo asevera Grahan Greenne, en su novela El revés de la trama. Antígona, inmortalizada por Sófocles, entierra a su hermano Polinices en concordancia con las costumbres no escritas, con la moral y el cumplimiento religioso. Lo hace, aunque la injusta ley del rey Creonte, se lo prohíba. Esto es, las víctimas, causadas por el horror de la represión gubernamental, sacuden las fibras más sensibles de los pueblos. En fin, el espíritu de la civilización prohíbe la impunidad.

A semejanza, los caídos por las balas del gobierno de Nicolás Maduro, hace que el pueblo se levante en insurgencia. El peso de la resistencia y el empuje de la lucha no violenta de los venezolanos, coloca en evidencia al gobierno. La Fiscal General de la República, Luisa Ortega Díaz, como Antígona, pugna por justicia para sus hermanos. Su deber ser, dice: “…el gobierno altera el hilo constitucional.” Denuncia: “… los uniformados están disparando al cuerpo de los manifestantes.” Advierte: “instrucciones prohíben disparos directos porque son letales.” Maduro, como el rey Creonte, va por ella, trata de desmentirla. Se muestra más violento, fraudulento, arbitrario y usurpador. Maduro, destruye la herencia republicana de ética jurídica y de libertades que dejaron nuestros fundadores y libertadores. Su constituyente, además de derogar el legado de su padre político, exhibe trampa e ilegalidad. Por ello, los opositores no solo lloran y entierran a los caídos. Van más allá, quieren rescatar para las presentes y futuras generaciones espacios para la libertad, buscan gobiernos que generen felicidad y paz verdadera. Por ello, anhelan separar al país de las garras totalitarias. Quieren, por encima de todo, democracia, propiedad privada, abrirse al mercado mundial, a la libertad de empresa, defenderse con fiscalidad moderada y seguridad jurídica, bajo el auspicio de una moneda estable para liberarse del hambre, la represión y la muerte. El pueblo se cargó de repudio contra sus opresores. Su voluntad inmarcesible lucha por las libertades políticas sociales y económicas. El terrorismo de Estado no los hará retroceder.   Los caídos dan más vigor a la población, exigen más fidelidad y mayor esfuerzo a favor de la lucha democrática. Los venezolanos, por esto y mucho más, indeteniblemente van hacia la victoria final. Y todo, porque las libertades democráticas y el poder constituyente originario, están internalizados en la voluntad del pueblo. Esta es la lucha.

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