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Gobierno de Unidad Nacional

Para concluir esta trilogía iniciada con mi columna acerca del dilema chavista y proseguida con la referida al viraje que en materia económica el país requiere con urgencia, quisiera hoy abordar el tema de los consensos. Cierto es que en momentos los consensos pueden ser confundidos con complicidad y coartada. Pero nadie puede discutir que las sociedades, los países, las naciones suelen transitar circunstancias en las que los acuerdos suprapartidistas, más allá de las ideologías, se hacen imprescindibles. Unidad dentro de la diversidad (política y social): es lo democrático.

Si es verdad que la historia es jalonada por la lucha de clases, también lo es que muchas veces (tal vez las más) lo hace impulsada por los acuerdos sociales entre unas y otras, entre el capital y el trabajo de un tiempo a esta parte.

Venezuela hoy parece atravesar uno de esos momentos en que algunos temas esenciales a la vida del conjunto social (pero en particular de las mayorías) rebasan las distinciones partidistas o ideológicas. Hablamos en particular del estado de la economía: inflación, desabastecimiento, baja productividad, etc.; pero también de otros asuntos como el de la inseguridad ciudadana o la corrupción. Aquí también el dilema chavista del que ya escribimos hace dos semanas: confrontación y acuerdo o sólo confrontación. Acuerdo mínimo para sostener el viraje necesario en materia económica del que escribimos la semana pasada.

Formé parte de los muy pocos que inicialmente formulamos al interior de uno de los partidos de la oposición democrática la propuesta de un Gobierno de Unidad Nacional como oferta programática. De allí fue llevada a la plenaria de la MUD y refrendada como bandera electoral central opositora (del tipo tangible que fuera para Chávez la estrategia constituyente, decíamos nosotros). Lamentablemente, fue poco a poco dejándose de lado hasta el punto de regresar a una confusión conceptual básica y de funestas consecuencias:  creer que la unidad lo es de la oposición, movida por razones electorales (que también lo es), y no de todos los venezolanos, chavistas inclusive. Lo que a su vez condujo a una estrategia errada (al menos entonces): la polarización. Y es que con esta consigna de la unidad nacional ocurre como con la política del diálogo: lo primero es creer en ella, profundamente, con rotundidad existencial, pues de lo contrario se convierte en un adorno sólo útil para engañar a algunos incautos pero que puede ponerse de lado cuando no lo sea.

Creer en la necesidad de un Gobierno de Unidad Nacional tendría que llevarnos a admitir que si fuera eventualmente posible (que en realidad no lo es, por numerosas razones que no viene al caso comentar) que el Presidente Maduro lo propusiera para enfrentar la borrasca en la que andamos metidos (todos), la oposición tendría que estar disponible. O un Pacto de Estado en el que, más allá de las hondas divergencias y sin dejar de disputar el poder con toda la fuerza de la que unos y otros son capaces, oficialistas y opositores puedan acordarse alrededor de un programa mínimo común que impulse algunas reformas económicas y algunos cambios en la política que a todos interesan. Ello tiene un sólo nombre: diálogo. ¿Seremos capaces los venezolanos de llevarlo a cabo?

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