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Golpe mortal a la Universidad autónoma

Antonio José Monagas

En los últimos tiempos, la universidad venezolana, particularmente la universidad nacional investida de autonomía para “planificar, organizar, elaborar, y actualizar programas de investigación, docencia y extensión” (Artículo 109, Constitución Nacional), magullada por patibularias medidas dictadas por el alto gobierno, ha entrado en una situación de desgracia impensada. La animadversión de funcionarios de la administración pública venezolana, ha tomado decisiones dirigidas a constreñir -en lo posible- su funcionamiento. De esa manera, la labor académica se ha visto entorpecida interrumpiéndose la concepción de lo que la propia Constitución de la República enuncia como autonomía.

Su condición como “principio y jerarquía”, razón ésta de la cual se ha valido su comunidad para contribuir en el esclarecimiento de los problemas nacionales, al aportar su conocimiento, además de divulgarlo como la razón de ser que envuelve doctrinariamente el concepto de Universidad, ha venido siendo –sistemáticamente- desmantelada.

La universidad nacional con abolengo histórico, como en efecto son la Universidad Central de Venezuela, de Los Andes, del Zulia, de Oriente y de Carabobo, se ha visto fuertemente sacudida. Su autonomía, diseñada para darse sus normas de gobierno en términos de lo que la Ley de Universidades (Artículo 9) define como autonomía organizativa, autonomía académica, autonomía administrativa y autonomía económica y financiera, ha sido progresivamente conculcada en pos de una intervención. Ésta, aunque pueda lucir solapada o encubierta, es incisiva toda vez que, hasta ahora, ha desajustado y desbaratado su discurrir, su historia.

Tanto ha sido el ultraje del cual es víctima la Universidad autónoma, que sus aulas y oficinas han comenzado a verse vacías en cuanto al número de profesores, alumnos y empleados que, en otrora, le imprimían vida y sentido a sus aposentos y procesos. Cinco años atrás, los pasillos universitarias rebosaban de estudiantes cuyas voces se confundían con la de docentes y profesionales de toda denominación. Esto ha hecho que su eco haya alcanzado distancias más allá de limitadas por el simple espacio físico. Sus clamores enardecían comunidades aledañas. Incluso, sus protestas estremecían al país en general. Sobre todo cuando sus estudiantes, en alzada democrática, pero contundente, inspiraron al resto de Venezuela para manifestar con base en derechos y libertades políticas. De esa forma, solicitaron cambios políticos que incidieran en las reformas de gobiernos a las que hubiese lugar.

Hoy, la diáspora está terminando de envolver a la universidad nacional en un tejido tramado al calor de la tristeza que le imprime la soledad. La Universidad, al igual que el país democrático, está forzándose a resistir los duros embates que la ofensiva gubernamental, a través de medidas instituidas a punta de amenazas y violencia, viene imponiendo. O para someterla, o transformarla a instancia de un modelo político planteado desde el atraso y el estancamiento que promueven actitudes de indiferencia, resentimiento y de odio. Sumadas éstas a decisiones determinadas desde la extorsión, el chantaje, la corrupción y el soborno.

No ha habido manera más impúdica que las que el gobierno central ha acometido contra la educación constructora de un país del siglo XXI. No, del vetusto socialismo estalinista o de aires marxista que para nada constructivo sirvió durante el siglo XX. Por eso el alto gobierno, intenta lo más alevoso posible. Así podría atestarle un golpe mortal a la Universidad autónoma.

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