El Editorial

Hay silencios ensordecedores

Los cubanos hacen ruido en las calles pidiendo libertad, como durante veintidós años los ciudadanos venezolanos han gritado pidiendo democracia. En el caso de los cubanos, hoy el silencio de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el refugio de la señora Michelle Bachelet, suena ronco y profundo, justamente porque no existe.

No oímos sus voces alzándose contra policías brutales cayéndole a palos a una población que pide libertad.

Y nos asombra la tibieza con la que el Papa Francisco aborda la situación cubana. Llamando a diálogo entre un pueblo reprimido, silenciado y un Estado antirreligioso, asesino y represor.

El Papa Francisco no escucha la voz unida de los obispos de Cuba y Venezuela, como Michelle Bachelet es sorda a los llamados de los defensores de derechos humanos.

Voces dolorosas para oídos sordos, sordera para los lamentos de las víctimas y de los oprimidos.

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Un comentario

  1. Una vez que se ha establecido el significado de la palabra «democracia», importa verificar cuál es la realidad «efectiva» de este concepto. Quien verifica los hechos es el «realista»: observador que mira lo real y se desinteresa de lo ideal. Hasta aquí no hay nada de malo, es lo mejor.
    Cuando Maquiavelo atendía a la verdad efectiva, descubría entonces la política. Pero aquí comienza una secuela de nociones que parecen derivarse una de otra y que transforman radicalmente el discurso. Decía que se empieza con el realismo; de este realismo se extrae la política realista; y luego, todavía, la política realista se convierte en la noción de política pura. A pesar de las apariencias, sostendré que son cosas muy diferentes una de otra y que de la primera no es lícito extraer la tercera.

    Maquiavelo funda la autonomía de la política precisamente porque el secretario florentino es el primero que describe a la edad moderna. Estar atentos a la verdad de los hechos es recurrir a la observación directa y registrar, sin disimular, que la política no obedece a la moral. Sin embargo, al interpretar a Maquiavelo o, mejor dicho, al hacerlo contemporáneo para nosotros, es necesario tener presente que él observaba la formación de los principados del Renacimiento, vale decir, de un microcosmos político no comparable con el nuestro, entre otras razones porque en aquel tiempo la política coincidía con el príncipe.

    Hagamos una apreciación en el político. El político es una persona, y se puede hacer toda una tipología, por una parte se pone al político «realista» y por la otra al político «idealista». Con esto se quiere decir que hay hombres políticos sin prejuicios, sin principios, que sólo buscan satisfacer sus intereses en términos de poder, y otros políticos que, en cambio, tienen la mirada fija en el idealismo que persiguen. La política, en cambio, es un proceso, incluso a largo plazo, el cual involucra a muchísimas personas y que, al menos en nuestros días, exige adhesión y participación.

    Entonces, si regresamos a Maquiavelo y su aportación es que la política es una cosa y la moral otra, de esta premisa sólo puede concluirse que la política es «amoral»; y de esto a sostener que exista una política pura hay una gran diferencia. Una vez establecido qué no es la política, nos queda por establecer qué es. Y la confusión nace cuando el «político puro» -el príncipe maquiaveliano- es asimilado a una «política pura». No: la existencia del primero no basta para demostrar que existe la segunda.

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