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Hombres del resentimiento

Movido por la ponzoña que viaja en sus venas, el resentido se entrega al desmenuzamiento del agravio sufrido, a la queja, a la memoria del dolor una y mil veces repasada y vertida como cantera irrebatible para sus inquinas. El resentido nunca da tregua, pero tampoco la guarda para sí mismo. La impotencia es su sino, nada de lo que haga lo sanará: aún así, insistirá en afinar los métodos de una destrucción que igualmente autodestruye.

“El hombre del resentimiento no es ni franco, ni ingenuo, ni honesto y derecho consigo mismo”, advierte Nietzche; “su alma mira de reojo; su espíritu ama las guaridas, los caminos tortuosos y las puertas falsas, todo lo encubierto le parece su mundo, su seguridad, su alivio; entiende de callar, de no olvidar, de aguardar, de empequeñecerse transitoriamente”. Todos estos hombres, “toda una tierra temblorosa de venganza subterránea… ¿cuándo llegarían a su último, más sublime triunfo de venganza? Indudablemente –dice- al lograr que su propia desgracia fuese “un cargo de conciencia para los felices”.

Para algunos, penosamente, ese agusanado re-sentir, ese volver al desgarro que otros causaron parece estar al servicio del mantenimiento de la vida; no sólo útil, por tanto, sino imperioso. Hacer de la venganza una razón de la existencia, atornillar en el presente la ofensa del pasado y mantenerla como objeto que no caduca ni cambia, agregaría fuelle al afán por mantenerse entero, por estar vivo y despierto cuando toque cobrar lo pendiente.

Sufridas protagonistas de telenovelas, por cierto -leales al espíritu de las obras que las inspiraron, los folletones por entrega del s.XIX que tan bien se le daban a Dumas padre, genio del “a suivre”, el “continuará”- dan fe del alcance de esa misma pasión triste y poderosa que torturó a Dantès. En Latinoamérica, tierra de voluntades llevadas por el pathos, la cultura también se ha solazado en la presunta virtud del victimizado, y ofrecido purga para un encono cebado en la desigualdad, la injusticia, la opresión que soportan los “desheredados de la tierra”; todo eso que, junto a la incapacidad para borrar el daño, el populismo estruja a su favor.

Verdaderas tragedias ocurren, en efecto, cuando la necesidad de desquite cobra carne, se vuelve consciente, cruza la puerta, intoxica el entorno común, toma las riendas de la realidad en la polis. Cuando la justicia se confunde con retaliación a toda costa. Cuando protagonistas “de la vida real” con historias dolorosas y brutales, sí, pero negados a perdonar, apelan a su propia “venganza personal de esa época oscura” como pretexto que funda toda puja por el poder. En ese punto la objetividad claudica,

y todo lo callado, lo no olvidado, resurge en fuente de odio esencial. Antes que asumir responsabilidades la víctima supone que su drama le da derecho a ser victimario, a encender hogueras, a levantar patíbulos express e invocar ordalías, a elegir y degollar a sus chivos expiatorios; una gesta que cuenta, además, con salvadores dichosos de auparla.

Pasa en Venezuela. El resentimiento convertido en factor de identidad. La pulsión que deja de ser individual y muta en sed colectiva y mordiente, en ansia de reparaciones que, aún imprecisas, no dejan de estorbar a la hora de vincularnos, pesando como una condena. Una sensación vigorosa, llamativa, temible, no menos aglutinante.

He allí la emboscada. Es cierto que tras el velamen del idealismo, el resentido encuentra oportunidad de afirmación en revoluciones como la del Socialismo del s.XXI, “bancos de ira” en los que, dice Sloterdijk, se acumulan rencores individuales, espesados y administrados en el tiempo conforme a un plan de venganza. Pero, ojo: pues aunque ese apego por re-sentir parece ser el defecto que -parafraseando a Clarice Lispector- “sustenta el edificio entero” del chavismo, lo que aviva su mito fundacional, su «raison d’être», nada garantiza que tras mirar tanto tiempo al abismo este no mire dentro de nosotros; que sus ecos no reboten en nuestros predios, que no obtengan como respuesta idénticos deseos de venganza, tan mañosos para la autodestrucción como los que los provocan.

Sistemáticamente humillados por viejos-nuevos hombres del resentimiento que, abusando de su posición, insisten en cobrarnos sus calvarios; inhabilitados para el perdón, entonces, al vernos sobrepasados por la úlcera que no cura, que es más fuerte que cualquier deseo de oamnestia o reconciliación, podemos -sin quererlo- volvernos reflejo especular de lo que espanta. “Somos humanos”, apuran algunos; y es cierto. Sin embargo, este tránsito exige ser mejor de lo que somos; mil veces mejores que quienes nos hostigan. Como Foucault cuando se pregunta, “¿cómo desalojar el fascismo que se ha incrustado en nuestro comportamiento?”, hay que interpelarse: ¿cómo desactivar al resentido que nos tiraniza con su tristeza inacabable?

@Mibelis

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