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Humberto Peñaloza

Siempre sostuve que de haber podido escoger un padre, hubiese seleccionado uno como Humberto Peñaloza, quien, por cierto, en un viaje muy especial que hicimos con la siempre elegante, coqueta y bien dispuesta Cecilia, por las tierras bogotanas de las Pisani, me declaro su hijo mayor, por efecto de un flux azul marino que le quería imponer, a toda costa, un vendedor profesional de los Hermanos Padilla, de esos a los que a los caballeros les queda muy bien todo lo que él ofrece, al responderle vivamente al mercader de marras que ese traje no le quedaba bien a mi papá. Ese ha sido uno de mis más secretos galardones y de mis más ocultas preseas, desde entonces Humberto y yo nos saludamos con la bendición de por medio y el dios te bendiga correspondiente.

A Humberto lo conocí en toda su densidad humana un tanto después de mi ingreso tardío en PDVSA, a inicios de 1982. Por razones de tanta gente circulando y de presentaciones en proceso, me llamaba Enrique Vicuña, nunca supe por qué ni tampoco cuando pude se lo pregunté. Mi compadre Ricardo Espina esboza una razón plausible, sostiene que Vicuña era el nombre de una calle de la urbanización Valle Arriba, donde un economista, amigo momentáneo de esos de Paris, presentó un libro sobre su tesis de grado francesa en materia de petróleo y la OPEP en el Colegio de Economistas, sito entonces en la calle del mismo nombre, comentado locuazmente por el entonces Director de PDVSA Peñaloza, quien a mi efusivo y brejetero saludo, respondió con su venezolana cordialidad de palmada en el hombro: ¡Cómo te va Vicuña!  acompañada con mi consiguiente mirada de sorpresa y la risa entre dientes de mis recién adquiridos colegas petroleros.

Para la época escribí el libro Petróleos de Venezuela: la culminación del proceso de nacionalización. Editorial Jurídica, Caracas, 1983, que suscitó la atención de Peñaloza, el Director de PDVSA. De allí en adelante, el trato se hizo más frecuente y horizontal, hasta que un plástico encuentro y una naciente amistad con Cecilia, la artista, su mujer de siempre, terminaron de cerrar un vínculo familiar que se nutrió del más sincero afecto.

La quinta Zaperoco en Lomas de San Román y el acogedor apartamento de Lomas de las Mercedes después, se convirtieron en el sitio favorito de encuentros y francachelas, las siempre iguales y exquisitas hallacas de Cecilia se convertían, año tras año, en excusa para el brindis solidario y el comentario siempre inteligente y mordaz de uno de los venezolanos más integrales del Siglo XX  venezolano.

Todos conocemos sus méritos profesionales, nacionalistas, empresariales, musicales, amistosos, familiares, gremiales, que ameritaron uno de los más  largos aplausos que haya resonado en el Cementerio del Este, con motivo de la despedida de su cuerpo sumido en el más profundo olvido. Ese día, por razones académicas no pude compartir el adiós terrenal de mi padre putativo Peñaloza, me encontraba dictando una conferencia en la UNIMET, donde tuve un recuerdo para el hombre y su obra.

Sin embargo, para consuelo personal, rememoré una cinéfila conversación que tuvimos Iraida, Cecilia, él y yo, en el regreso de un placentero viaje a Guatavita en busca de El Dorado, en el que nos dedicamos a recordar una escena singular de algunas  películas que más nos hubiesen impactado. Con ese venezolano ejemplar evocamos:

–       La última escena con el trineo del Ciudadano Kane.

–       La rata que sirvió Bette Davis en bandeja de plata.

–       El imprevisto y definitivo adiós en Casablanca.

–       La ubicación de la tumba millonaria en El bueno, el malo y el feo.

–       La escena donde Jodie Foster debe demostrar científicamente que adoraba a su padre.

–       ¡Mira lo que te truje! de Maria Candelaria.

–       Una batalla de La Guerra de las Galaxias.

–       El perdón final de Queimada de Giulio  Pontecorvo.

–       Vittorio Gassman ciego rechazando un travestí en la original Perfume de Mujer.

–       La muerte en Venecia del escritor alemán que se topó con la belleza de un efebo adolescente.

Ese era Humberto Peñaloza, un venezolano de excepción para quien “nada de lo humano le era ajeno”.

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