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Juegos de espejos

El tirano Manuel Estrada Cabrera, cruel y extravagante, celebraba cada año en Guatemala las Fiestas de Minerva, unos fastos con procesiones de vestales con antorchas y veladas artísticas en honor a la diosa de la sabiduría. Cuando en 1902 se dio una terrible erupción del volcán Santa María, resolvió que esa erupción no existía. El decreto se imprimió en hojas sueltas y se mandó a leer en las calles donde la gente oraba de rodillas, estremecida de miedo ante los continuos temblores y retumbos, y mientras la lluvia de cenizas volvía negro el cielo y hundía bajo su peso los techos de las casas, el empleado público que leía el decreto debía ser alumbrado por lámparas de carburo para cumplir su cometido.

En su alucinación, quien ostenta el poder absoluto se cree capaz de modificar la realidad, o ignorarla y sustituirlo por otra que se avenga a sus designios. Pero en esta simulación campea toda una representación teatral en la que no solo participa el director de escena que ordena y manda, sino los actores que obedecen, y hay también teloneros y tramoyistas: alguien redacta el decreto aboliendo una erupción; alguien lo lee en las esquinas con voz que busca imponerse sobre el estruendo de los retumbos, alguien sostiene  a su lado la lámpara, buscando disipar la oscuridad.

“El poder altera la neuroquímica del cerebro”, dice el neurólogo británico Peter Garrard; “lo degrada de forma más profunda y persistente cuanto mayor y más duradero es ese poder, y lo degrada del todo si carece de límites. Ser obedecido –o creer serlo– magnifica la ­autoconfianza del poderoso en sus propias habilidades hasta privarle de la capacidad de dudar de sí mismo y termina aislado de la realidad”.

Pero en el cerebro de quien obedece, y entra a participar de la simulación, se produce también, por reflejo, una degradación simétrica. “Cree más en lo que supone que ve su líder que en lo que ven sus ojos, compartiendo así su delirio; a veces anticipándose a él y siempre reforzándolo”.

El neurocientífico de la Universidad de Ontario, Sukhvinder Obhi, explica que las neuronas del que obedece crean una “mímica inconsciente”, de ahí que no necesita vivir algo en carne propia para sentir empatía con el que manda, cuya “experiencia” es suficiente para convertirse en la experiencia del obediente.

Es el papel de las “neuronas espejo”, que produce el “efecto espejo”. “El cerebro muestra un comportamiento distinto al realizar acciones que en el interior se sabe que son incorrectas o deshonestas, pero que brindarán bienestar individual y prosperidad”. Pero, sobre todo, esas acciones de obediencia crean una identidad colectiva. El ser parte de un cuerpo donde todos piensan de manera igual, y se ven las cosas bajo los mismos colores y contornos, se obtiene fuerza, sentido de pertenencia.

Al renunciar a su propio pensamiento, el individuo obediente se disuelve en los demás, conectados todos por la adoración a aquel de quien emana el pensamiento mágico, y el único que puede otorgar acceso al poder. Es cuando se produce la empatía total, sin límites. Se llega a producir entonces una verdadera lesión cerebral.

El poder absoluto, al afectar el funcionamiento de las neuronas, erige fantasías persistentes que sustituyen a la realidad dentro de la cámara de aislamiento en que se convierte el cerebro. Desde el poder absoluto, que no es cuestionado nunca y que solo se rodea de silencio, de miedo y de aceptación servil, las conexiones con la realidad exterior se diluyen y van volviéndose cada vez más tenues hasta convertirse en lejanas señales de un universo ajeno.

Los vacíos que la falta de percepción del mundo real deja en la mente del que tiene en su puño todos los hilos del poder, son llenados por ideas inconmovibles que la disfunción neuronal representa en forma de símbolos absolutos, como son Dios, la patria, el pueblo, el partido, la historia, el destino, la felicidad, la alegría, el amor; y los súbditos, allegados, intermediarios, operadores, peones, al recibir esas percepciones reflejadas en el espejo, las hacen suyas y se comprometen con ellas.

“El poderoso pasa de gestionar la realidad tal como es, a estar convencido de que es él quien crea la realidad”, dice Garrard, “y acaba por reñir con los hechos cuando no se ajustan a sus deseos”.  O busca modificarlos o alterarlos aún por medio de la violencia.

Y como se trata de una enfermedad  transmisible, los seguidores, que han perdido el sentido común,  llegan a creer que mientras mantengan su voluntad unidad a la de quien manda, sin la menor contradicción, esas ideas convertidas en símbolos, paz, amor, felicidad,  se harán realidad; y para lograrlo, todo será digno de justificación, aún la cárcel, tortura,  exilio; el crimen, los desmanes.

Los demás, que se han quedado fuera del círculo mágico que ampara el poder, o lo rechazan, también se convierten en símbolos, pero de carga negativa, y por tanto hay que disciplinarlos, y neutralizarlos. No valen la pena, son un estorbo, son prescindibles, son eliminables; la felicidad se construye sin ellos, y contra ellos. Es el sentido que siempre ha tenido la secta.

En la cabeza disfuncional del dictador  no existe la ausencia de poder, la que sólo es posible en base a una concepción democrática que implica límites en el ejercicio del mando, y también en su duración. El poder para siempre no admite alternativas, y la secta tampoco admite ninguna posibilidad de sustitución del elegido por el destino, o por la historia, porque significa su propia desaparición, el abandono de su propia zona de confort.

De allí que debajo de la mentira de los símbolos pintados de alegres colores, lo que crece es la degradación,  se multiplica la corrupción, se deforman las instituciones, y el ministerio encargado de la tortura pasa a llamarse ministerio del Amor, y el ministerio de la Verdad fabrica las mentiras.

Esa es la tragedia.

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