El EditorialOpinión

La antidemocracia

Los regímenes políticos que rechazaban la idea de que pudiera constituirse un gobierno democrático fueron prácticamente todos los que existían antes de la independencia de los EEUU en 1776.

A partir de esa fecha muchos países entendieron que, aunque imperfecta, o como decía Churchill, «la democracia es la peor forma de gobierno con excepción de todas las demás», era la mejor manera de tomar decisiones colectivas.

Lamentablemente, en el mundo siguen persistiendo países que prefieren regresar a formas de gobierno del pasado en las que la democracia es un estorbo para satisfacer las ansias de poder de personas, partidos políticos, credos religiosos y otras formas de sectarismo populista.

Los antidemócratas están, por lo general, convencidos de que un pequeño grupo de miembros de la organización política o social que sea, pueden dirigir mejor y satisfacer los intereses comunes mejor que de lo que lo haría mediante elecciones la voluntad popular.

Una visión muy típica de estos movimientos es la representada por el pensamiento militar, que ve todo como una guerra, así sea esta inexistente, pero si la declaran -como en nuestro país la imaginaria guerra económica-, entonces justifican todo con base en que mientras no haya paz no puede haber democracia.

Lo grave de lo que ocurre en Venezuela es que ahora se han sumado dos visiones antidemocráticas: la de los militares que detentan el poder y que, en muchos casos se han enriquecido a través de él, y la otra, la de los discípulos del castrismo, una de las fórmulas políticas más antidemocráticas del planeta, solo superada por la de Corea  del Norte.

Lo lamentable de esta circunstancia es no sólo el empobrecimiento del país y la  consiguiente fuga de capital humano, sino la pérdida de valores y el enriquecimiento ilícito de la nomenclatura.

Venezuela no se recuperará mientras la deriva dictatorial permanezca y por lo tanto la lucha debe ser no sólo para detenerla sino para construir un nuevo país más solidario, más tolerante, más abierto, más inclusivo, y sobre todo más democrático, en el sentido que se entienda que el centralismo es una enfermedad perniciosa y que es indispensable descentralizar el poder y llevarlo lo más cerca posible de los ciudadanos.

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