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La conjura del miedo

“Para quien tiene miedo, todo son ruidos”. Sófocles

Muchos habremos sido testigos, alguna vez, de la reacción de un animal ante un ataque: en unos casos, la fiera acorralada optará por la incierta trampa de la parálisis; en otros, huirá del objeto que la intimida, si la situación lo admite; una tercera alternativa la habilitará para aprovechar la adrenalina que la atiza, el arma inesperada de sus músculos tensos y sus sentidos alertas, la propicia activación de su cerebro reptiliano para desafiar a dentelladas, zarpazos o rasguños aquello que la amenaza.

En el caso del hombre (la sofisticada criatura dotada de conciencia, sí: única por su particular dimensión política y cívica, como anuncia Aristóteles, pero Zoon al fin) la atávica emoción surgida como respuesta a la percepción de peligro, riesgo o amenaza -el miedo- tiende igualmente a manifestarse como parálisis, evasión o enfrentamiento. Después de todo, la vocación por la supervivencia es también un humano talento. Pero tratándose de un ser domeñado por la hermosa tiranía de la razón, es previsible que esa emoción primaria revele múltiples, sinuosos, intrincados deltas en su expresión. El miedo real -cuando la dimensión de la emoción entra en correspondencia con la dimensión de la amenaza- tiende entonces a mutar en miedo neurótico (la intensidad del miedo no guarda relación con el peligro, apunta Freud) lo cual puede convertirnos en víctimas crónicas de sus atrevidas cabriolas. Así, no es de extrañar que ciertos grupos dentro de la sociedad se sirvan del pánico que promueven para revalidar su propio status. “La profesionalización de los provocadores del miedo es una característica de nuestra época”, indica Joanna Bourke: el miedo se constituye también en un arma de dominación política y control social.

A merced de tan tóxica forma de ejercicio del Poder, con consecuente corolario de bloqueo, entumecimiento, anulación de la creatividad, victimización ciudadana, generación de inseguridad y la percepción (neurótica y real) de mayor agresividad en el entorno, terminamos cooperando con la más peligrosa de las dinámicas: la brutal espiral del miedo. Los temores iniciales van generando nuevos motivos para la aprehensión, el “miedo al miedo” que tiende a crecer de manera indefinida. La posibilidad de enfrentar y romper la viciosa espiral se aleja así cada vez más, para terminar reduciéndonos a la desoladora adaptación: la domesticación, el acostumbramiento, el resignarse a vivir con ese agresor que nos muestra sus dientes, infatigablemente.

Vivir con el miedo a cuestas aplica como una de las condiciones que más desgasta a las sociedades. Y en Venezuela, esa es la constante: sometidos por la incertidumbre material o la imprecisa idea del futuro, la inseguridad personal y jurídica, por un lado; o la intimidación múltiple que desde los medios de comunicación del Estado nos lanza un Gobierno cuya narrativa de guerra permanente promociona el nítido desprecio por la disidencia (el enemigo, sobre quien pesa la amenaza de exclusión social). Todo conspira para convertirnos en cómplices mudos de lo que Ulrick Beck llamó la “Sociedad de Riesgo”: esa, que “ampara a los productores del riesgo a costa de sus víctimas y hace que los riesgos reales acaben siendo invisibles”, y donde los atemorizados ciudadanos dejan de serlo para convertirse en “víctimas de lo telúrico”.

A santo del acoso que hoy pone en centro de miradas a quien en 2010 fuese la diputada electa con más votos, María Corina Machado, el tema del miedo percibido y real nos asalta con nueva saña. Hace poco le tocó comparecer ante Fiscalía para responder al cargo de conspiración derivado de su presunta vinculación con un plan magnicida: ese mismo día, Machado -a quien, a pesar de las disonancias que pudiesen alejarnos de algunas de sus posturas, no se le puede desconocer su guáramo, preparación y elegante frontalidad- debió responder durante una entrevista a la más dura de las preguntas: “¿Cómo te despediste esta mañana de tus hijos?”. La reacción de la madre forzada a desamparar a sus cachorros, el quiebre humano y liberador, nos habló de esa incertidumbre compartida, de ese no saber si más tarde, acusada de asesina o “delincuente que tendrá un juicio justo” –según sentenció ya el diputado Carreño- terminará en una celda, incomunicada o sometida a los más soeces rasgos del maltrato: el miedo al miedo. Nada es claro aún: pero lo que sí sabemos cierto y sabemos legítimo es que sentir temor ante tanto espeso imponderable no es cosa fácil de eludir.

La vehemente criatura ha decido levantarse sobre sus dos pies, sin embargo, dispuesta a aprovechar la adrenalina que la atiza, el arma inesperada de sus músculos tensos y sus sentidos alertas, la propicia activación de su cerebro y convicciones para enfrentar la amenaza. Los atronadores ruidos que hace rato forja el miedo, son parte de la jungla por cruzar.

Todo lo anuncia, entonces: paralizarse o huir, no son salidas que puedan considerarse en este caso.

 

@mibelis

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