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La democracia sepultada

El gran problema del hombre al vivir en sociedad es lograr que la autoridad de los que detentan el poder, garantice también la libertad de los que están sujetos al ejercicio de esa autoridad. Cuando el poder es incontrolado, la autoridad sacrifica a la libertad, lo que nos conduce a la dictadura. Si el poder no está distribuido, sino concentrado en unas solas manos, inexorablemente, se convierte en poder absoluto, tiránico. Es largo el camino de la teoría de la separación de poderes, que culminó con Montesquieu y la Ilustración francesa. El equilibrio de los dos valores fundamentales –autoridad y libertad- es característica esencial de la democracia.

La democracia tiene tanto prestigio que obliga a los dictadores a cubrirse la cara con ella como disfraz. Simón Alberto Consalvi nos ha recordado que el apologista del “gendarme necesario”, Laureano Vallenilla Lanz, tituló su obra más importante, con “ideas irreconciliables”, al darle el nombre de “Cesarismo Democrático”. Lo que se conoce como un oxímoron. Hasta Juan Vicente Gómez se atrevió a decir, en su mensaje presidencial al Congreso Nacional de 1911, que “la democracia  para ser fecunda en sus beneficios, debe ser respetuosa a todo derecho…y cuando del seno de las urnas electorales ha surgido un sistema administrativo, es deber de todos los partidos apoyarlo y sostenerlo mientras subsista por ministerio de la ley”. Los dictadores se refugian bajo la sombra acogedora de la palabra democracia, para vaciarla de contenido, destruirla y hacerla cenizas. A veces la adjetivan como democracia revolucionaria, creyendo que así la cubren con tela de respetabilidad, olvidando el refrán de que la mona, aunque se vista de seda, mona se queda. Allí están los malos ejemplos que van  desde el hasta ya fallecido Fidel Castro hasta el de Daniel Ortega en la Nicaragua de hoy.

Nicolás Maduro no se podía quedar atrás. Nos es más que conocida la frecuencia de sus gargarismos con la palabra democracia. Pero haber ordenado la intervención descarada del Tribunal Supremo de Justicia anulando la victoria del candidato de la oposición democrática a la gobernación del estado Barinas y la celebración de nuevas elecciones para el próximo 9 de enero,  es el testimonio más escandaloso de que, como en un nuevo entierro de Montesquieu, aquí en Venezuela no hay separación de poderes. El arrebato del nombre y de sus símbolos electorales a las direcciones legítimas de los partidos Acción Democrática, Copei, Voluntad Popular y Primero Justicia, nos indica claramente que lo que se quiere –aparte de suscitar confrontaciones internas divisionistas- es la búsqueda de opositores complacientes. La asistencia crematística gubernamental  para que se lancen candidatos a gobernador  en las elecciones del 9 de enero en Barinas, es con el propósito de fragmentar la votación no-PSUV y  hacer más fácil y menos visible el intento que se hará de desconocer y torcer el triunfo que luce seguro del candidato de la Mesa de la Unidad Democrática (MUD), Sergio Garrido, Secretario General de Acción Democrática en ese estado. Las inhablitaciones de los derechos políticos vía administrativa por la Contraloría y no por vía judicial, es prueba de que en nuestro país lo que tenemos es una Constitución de papel. La libertad de expresión se castiga con el encarcelamiento de los que se atreven a usarla para la crítica y la discrepancia o con las limitaciones a los ya muy pocos periódicos impresos existentes y con las restricciones al ya peor sistema de Internet del mundo.

Aquel equilibrio de la democracia entre la autoridad y la libertad –arriba mencionado- no existe en Venezuela, porque lo que estamos padeciendo es una dictadura, que en este caso es como un animal bifronte que tiene un cara civil y un ejército con cachos para hundirlos en la nuca de las instituciones republicanas. Así lo constataron presencialmente la Misión de Observación Electoral de la Unión Europea y el Centro Carter en sus informes sobre el proceso electoral que tuvo lugar el pasado 21 de noviembre.

Pero siempre hay la posibilidad de que ocurra lo impredecible, que aparezca el cisne negro de que nos habló Nassim Nicholas Taleb. Y más cuando, como en una ocasión dijo mi compañero y gran amigo Octavio Lepage, la dictadura de Maduro se asienta sobre un “substrato sísmico”. Ciertos temblores y miedos en los cuerpos de los habitantes usurpadores de Miraflores, pudieran ser premonitorios.

Pasaríamos de la democracia sepultada a la democracia resurrecta.

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