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La doctrina Betancourt

Carlos Canache Mata

Rómulo Betancourt  fue un hombre de pensamiento y acción.  Así lo testimonian, (1) la obra intelectual que se extiende desde el famoso “Plan de Barranquilla” hasta su libro “Venezuela, política y petróleo”, y (2) la gestión cumplida como Jefe del Poder Ejecutivo Nacional, primero por la vía del movimiento revolucionario del 18 de octubre de 1945 (antes había una democracia restringida, sin elección popular presidencial), y luego como Presidente Constitucional de la República, electo por la vía del sufragio universal, directo y secreto.

El doctor Luis José Oropeza acaba de publicar un libro con el título de “La Doctrina Bertancourt, una alternativa para Venezuela”, donde analiza la propuesta del gran líder para defender y abroquelar, contra las aventuras de la fuerza, la vigencia de la democracia y la libertad en nuestro continente. El preludio de la Doctrina Betancourt fue, como lo señala Oropeza, el ensayo titulado “El caso de Venezuela y el destino de la democracia en América”, que Betancourt publicó en agosto de 1949 en la prestigiosa revista Cuadernos Americanos ( que en México dirigía Jesús Silva Herzog), donde hacía la siguiente reflexión: “Ocurre pensar que un primer paso para la estabilidad democrática del continente consistiría en aislar diplomáticamente, mediante la negativa colectiva de reconocimiento, a los gobiernos surgidos de hechos de fuerza en países donde funcione un régimen nacido de la consulta electoral”. El planteamiento se formaliza cuando en su discurso de toma de posesión del 13 de febrero de 1959 ante el Congreso de la República, el presidente afirma: “Regímenes que no respeten los derechos humanos, que conculquen las libertades de sus ciudadanos y los tiranicen con respaldo de políticas totalitarias, deben ser sometidos a riguroso cordón sanitario y erradicados mediante la acción pacífica colectiva de la comunidad jurídica internacional”. Había nacido la Doctrina Betancourt como instrumento de política exterior.

El predominio del “acecho histórico del caudillismo tradicional” en nuestros países (el gobierno contitucional del insigne novelista presidente Rómulo Gallegos había sido derrocado el 24 de noviembre de 1948), dice Oropeza, “debió suscitarle un sentido de urgencia a sus viejas reflexiones sobre cómo hacer viable la permanencia de regímenes democráticos y libres en esta América Latina convulsionada por las recurrentes insurgencias autocráticas”. Estar rodeado de países con gobiernos dictatoriales, decían los críticos de la Doctrina Betancourt, convertía a ésta en inaplicable y nos llevaría al aislamiento diplomático por “los perjuicios  que a Venezuela traería una ruptura colectiva de relaciones con toda suerte de gobiernos ilegítimos  en el continente”.  Oropeza apunta que Betancourt enfrentó sin vacilaciones  tales “reproches”, y logró su aplicación o ejecutoria concreta en dos casos: la expulsión de la OEA de la República Dominicana de Rafael Leónidas Trujillo en 1960 y la de la Cuba de Fidel Castro en 1962.

Aquella realidad hemisférica, aunada al viejo temor del “garrote imperial” (despojo  territorial mejicano en el siglo XIX, invasión naval a Venezuela de potencias europeas acreedoras a comienzos del siglo XX, etc), explica Oropeza, hicieron posible que los principios de la no intervención y de la soberanía absoluta se consagraran e impusieran, cuando nació la OEA, como reglas dogmáticas  con “connotaciones de sacrosanta intangibilidad”. Las “consecuencias no intencionadas” de la aplicación de esos principios fueron que, “en lugar de ayudar a preservar la democracia, contribuirían a exponerla a  un estado de impotencia o de lastimosa fragilidad”.

Ahora, como lo aprecia Oropeza, han aparecido nuevos actores en el escenario mundial: terrorismo, narcotráfico, genocidios, injerencias consentidas de fuerzas armadas de otros países, regímenes autocráticos que se disfrazan de democráticos mediante la manipulacióin y el fraude electoral  (para Oropeza, el CNE venezolano “cada día parecía más  un croupier  de casino que un árbitro de la soberanía popular”), etc, ante los cuales, los países que suscriben “obligaciones multilaterales  en defensa de la democracia, asumen un concepto no dogmático” de los principios  de no intervenció y soberanía. Considera Oropeza  que “dentro del espíritu y razón de la Doctrina Betancourt, cabalmente actualizada a los tiempos cointemporáneos, la situación descrita comporta la obligación jurídica y moral  de aplicar sanciones que resguarden la naturaleza y efectividad de nuestras democracias”.

Han aparecido posiciones doctrinales  en el ámbito del Derecho Internacional, que se debaten en los centros de la academia y de la inteligencia, como lo reseña Oropeza, abriendo vías novedosas  “que permiten neutralizar con  eficacia y legitimidad compartida las atrocidades humanas suscitadas con recurrencia” en varios países del planeta.  Merece destacarse el principio o doctrina de la Responsabilidad de Proteger (R2P, en inglés) con el objeto de que los Estados no puedan seguir entendiendo la soberanía “como una franquicia para ejercer todos los derechos y quedar libres de responsabilidad y de deberes con las sociedades afectadas en doliente agonía”. La doctrina de la Responsabilidad de Proteger se aprobó por consenso en la Cumbre Mundial de las Naciones Unidas de 2005 y busca prevenir crímenes de lesa humanidad, genocidios, depuración étnica y crímenes de guerra. Aun cuando no está consagrada como norma jurídica del Derecho Internacional, ha servido para adoptar medidas en algunos casos (Zimbabue, Sudán, Myanmar). La Resposabilidad de Proteger habilita la intervención colectiva de los Estados en un país cuando las autoridades nacionales  ejercen violencia sistemática contra la población o no cumplen con su deber de protegerla de la violencia. No tiene carácter obligatorio para los Estados, pero les da la llave para abrir la puerta y pasar a enfrentar graves emergencias humanitarias.  Dice Oropeza  en su libro,  que “fue por fin, ante las horrendas escenas reiteradas en muchos países atrasados,  que parecían una reedición actualizada del holocausto en los campos de concentración nazi, cuando debió iniciarse el debate sobre el tema, convertido en centro de una larga e infatigable controversia”.

Volviendo a la Doctrina Betancourt, con posterioridad a la toma de posesión de la Presidencia  Constitucional de la República , Rómulo dirigió el 22-8-60 un mensaje al Secretario General de la OEA en el que sugiere la aprobación de una resolución o tratado que permita exluir del sistema a los gobiernos no elegidos “y exigir (obviamente se refiere a los gobiernos elegidos, que no son producto de un hecho de fuerza, CCM)  el cumplimiento de ciertas obligaciones democráticas elementales relativas a los derechos y libertades”, ampliando así el espacio de aplicación de la Doctrina que él mismo había formulado. Ramón Guillermo Aveledo opina, en su libro “La 4ª  República”, que ese planteamiento es “precursor”  de la Carta Democrática Interamericana de la OEA, aprobada en Lima el 11 de septiembre de 2001. Coincido totalmente con esa opinión de Aveledo. En efecto, ¿no se estaba acogiendo la Doctrina Betancourt cuando en el artículo 20 de esa Carta se dispone que “en caso de que en un Estado Miembro se produzca una alteracióin del orden constitucional que afecte gravemente su orden democrático, cualquier Estado Miembro o el Secretario General podrán solicitar la convocatoria inmediata del Consejo Permanente para realizar una apreciación colectiva  de la situación y adoptar las decisiones  que estime convenientes”?,  y,  ¿no se acoge con más precisión la Doctrina Betancourt cuando en el artículo 21 de la Carta se dispone que la Asamblea General podrá tomar “la decisión de suspender a dicho Estado Miembro del ejercicio de su derecho de participación en la OEA (es decir, no reconocimiento  y exclusión del sistema, CCM) con el voto afirmativo de los dos tercios de los Estados Miembros”?. En su libro (página 2), Oropeza asienta que  la Carta fundacional de la OEA prescribe para todos sus miembros “un sistema necesariamente democrático y compartido” y que “a comienzos de este siglo esa norma se ratificó y amplió con la aprobación” de la Carta Democrática Interamericana. “De eso, precisamente, trata la Doctrina Betancourt”.

Concluyo estas líneas referentes al libro de Luis José Oropeza sobre la significación de la Doctrina Betancourt  en la lucha por la preservación de la democracia en nuestros países, citando a dos importantes dirigentes demócrata-cristianos venezolanos:  Oswaldo Alvarez Paz opina  (Noticiero Digital, 1-4-2019) que “el tiempo y cuanto ha venido sucediendo en estos años reivindican  la bien lograda imagen de Rómulo Betancourt  como el líder fundamental  de la evolución democrática de Venezuela”, y Eduardo Fernández caliificó (Noticiero Digital, 13-4-2019) a Rómulo Betancourt como “el político más exitoso en el siglo XX venezolano”.

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