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La Farsa de la Alimentación Popular

«Ciudadano con hambre, no es ciudadano; es tan sólo un esclavo inducido.»

La vigente Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, esa que el régimen denomina «La mejor Constitución del mundo», establece en el  párrafo inicial de su Artículo 305 lo siguiente: «El Estado promoverá la agricultura sustentable como base estratégica del desarrollo rural integral a fin de garantizar la Seguridad Alimentaria de la población, entendida como la disponibilidad suficiente y estable de alimentos en el ámbito nacional y el acceso oportuno y permanente a estos por parte del público consumidor.»

En cualquier rincón o país del mundo, la necesidad más precaria, básica y primordial del hombre para su subsistencia, es satisfacer sus necesidades alimentarias. Y todo Gobierno que supedita su desempeño al acatamiento y cumplimiento de la Constitución, tiene la obligación de proveer la accesibilidad al alimento necesario y oportuno para el sustento familiar.

En Venezuela, ese no es el caso. El régimen, en su permanente “propuesta de diálogo”, repite casi como un eslogan, con música y todo, que  «todo dentro de la Constitución, nada fuera de ella». ¿Es que acaso el Artículo 305 de la Constitución se honra?. Eso tendría que responderlo el enorme número de mujeres, niños y ancianos que,  diariamente, se disputan los desperdicios de alimentos podridos en los basureros de la Nación.

Hace 21 años, en los inicios del actual régimen, en Venezuela se producía el 70% de los alimentos que se requerían para satisfacer la dieta básica del consumo nacional y se importaba un 30%. Esto, básicamente, correspondía al diario  consumo de trigo importado, al igual que de otros alimentos que no se producen en el territorio nacional por razones climáticas o por no cubrirse el consumo con la producción nacional. No obstante, en algunos renglones importantes y básicos de la dieta diaria, como carnes, verduras, arroz y otros, se producía el 100% de las necesidades del consumo nacional. Inclusive,  muchos de ellos fueron productos de  exportación.

Lamentablemente, el panorama de hoy, luego de haber  transcurrido las citadas dos últimas décadas, la realidad es un hecho realmente triste. La producción agrícola y pecuaria, en términos generales, cayó a un dramático 20% de los estándares de producción del año 1998.

La situación del campo en Venezuela es verdaderamente indignante. Es la consecuencia fehaciente de la intensa persecución y las mal llamadas expropiaciones de fincas. Mal llamadas en vista de que nunca fue pagado el valor de las mismas a sus legítimos propietarios.

Asimismo, hay que recordar las constantes invasiones, la falta de seguridad física y jurídica, los secuestros, robos, extorsión y amenazas en los respectivos predios, porque todo ese procedimiento al margen de la Ley, sin duda alguna, logró erosionar la producción en  el campo. ¿Resultado?: abandono y éxodo rural hacia las ciudades. Y una estampida de la fuerza laboral rural para el exterior.

No hay nada más dañino para una sociedad que el hambre forzada; la que es provocada cuando los ingresos familiares no alcanzan para cubrir la canasta alimentaria. Peligrosa situación que puede forzar a una explosión social.

Internamente, el hambre se relaciona con la destrucción del Bolívar. Y si nada se está haciendo para recuperar la capacidad de compra de dicho signo monetario, entonces, es obvio que la gran salida se asocie a otra solución: a la política. Si no hay solución política, entonces, no es posible evitar que el hambre se siga acrecentando y la miseria que asfixia a la población, convirtiéndose en una referencia del capricho político de quienes detentan el poder.

Las partes –porque la solución no puede salir de una sola- ya no disponen de tiempo para continuar con tácticas dilatorias. El Gobierno Noruego está brindando la oportunidad de llegar a un arreglo. Seguir pregonando o aparentando que no hay crisis y continuar excusando las carencias y fallas de parte del Gobierno, atribuyéndole la culpa de todo al supuesto bloqueo del Imperio, no conduce a solución alguna.

Un Gobierno que no escapa al descrédito que provoca su propia incompetencia, amén de que goza de muy poca credibilidad ciudadana, no es garante actual, mucho menos futuro, de que él, por ejemplo, es la garantía de reactivar los colapsados servicios públicos. No es posible tener presente, porque forman parte del sistema de vida diario de la población, el recuerdo de las dramáticas fallas que registran tales servicios públicos. Y lo peor: no se trata  de servicios con deterioro recientes. Por el contrario, en múltiples casos, se trata de daños antiguos; tantos que también han dejado sus severas huellas en las áreas de producción, en los que no es posible ocultar  el deterioro o la destrucción.

No pueden evitarlos los productores del campo, los ganaderos y los industriales. Tampoco los comerciantes. En fin, se trata de una realidad que expele olor a colapso general. También a una dolorosa muestra de desapego, de desamor, de indiferencia y de injustificada destrucción, salvo que respondiera al deliberado propósito de provocar daños por el solo placer de dañar.

Imposible negar o tratar de ignorar que la inseguridad y el hambre son evidentes. Pero, además, que se trata de manifestaciones dramáticas, de prolongada existencia, y que, hasta tal cuestionable demostración de expresión destructiva ha llegado, que ya no es posible desvincularlo de la posibilidad de que se trate de hechos que respondan a una deliberada intencionalidad.

Alrededor de dicha posibilidad, sin embargo,  de lo intencional de fracasos y colapsos, no hay coincidencias entre lo que se hizo y a lo que se ha llegado. Por el contrario, resulta más  fácil atribuírselo al hecho de que, después de 20 años de aventurerismo procedimental, a lo que se ha llegado realmente es a la osada improvisación de quienes no supieron cómo aprovechar las oportunidades, para concluir en ejemplos de osadas o de torpes improvisaciones.

Hubo dinero, fondos suficientes para hacerle frente a la posibilidad de los fracasos. Pero no bastó el repunte de los precios del petróleo, después que se asumió que el Estado resultaba suficiente para no necesitar de la inversión privada, ni de inversionistas privados.  El Gobierno Nacional gozó de una bonanza multimillonaria, gracias al repunte de los precios de los hidrocarburos. Pero eso, si acaso, sólo permitió  cubrir las fallas y faltantes con una economía de puertos, olvidándose, descuidando y atacando con mucha intensidad al productor nacional.

Se perdió la mayor limitante del progreso de cualquier país, la confianza. Y en agosto del 2019,  ya no hay otra cosa por  hacer. Sólo queda negociar una salida del Gobierno, lo menos dramática posible y a la mayor brevedad. Y luego convocar a unas elecciones libres y el que tenga acusaciones o deudas legales pendientes, que se defienda por ante los tribunales. Es indispensable pasar la página y olvidar los odios y acordar soluciones. Una salida violenta no beneficia a nadie.

Se hace necesario recordar lo tantas veces dicho por el actual Gobierno: «Todo dentro de la Constitución, nada fuera de ella». Nadie prefiere una guerra a una solución pacífica. Hay que dejar que el pueblo decida con honestidad, confianza, pulcritud, transparencia y seguridad.

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