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La guerra por conjurar

En su momento, el entonces presidente Chávez tuvo la astucia de enfundar su discurso político –en especial cuando aludía a su tensa relación con el “enemigo”- en el conveniente miriñaque que ofrecía la tesis marxista de la Revolución permanente. Eso, paradójica y discrecionalmente aliñado con su propia antítesis, lo que Gramsci llamó la “Guerra de posición” -la ofensiva “pasiva pero sostenida” contra los grupos de oposición, útil para alimentar la resbalosa noción de una revolución “pacífica pero armada”- termina configurando, de modo bastante ecléctico y pragmático (como lo era el propio Chávez) la suerte de manual de acción del llamado Socialismo del Siglo XXI. Sobre esa base, con recursos que garantizaba la renta petrolera y una popularidad irrebatible, el chavismo pudo permitirse la “inaudita concentración de la hegemonía” que proclamó Gramsci para tramitar sin treguas y mediante intervenciones de todo tipo, la imposibilidad de disgregación interna -el control del adversario- y la consolidación de su poder como grupo dominante.

La rabia colectiva por organizar: ese parece leit-motiv de una dinámica que intervenida por los símbolos de lo militar y la impronta de la épica, la emocionalidad, la amenaza perenne, marca el vaivén de los últimos 16 años. Sin embargo, es fácil ver cómo las “condiciones objetivas” que definen un paisaje cada vez más complejo y comprometido por la falta de Auctoritas, han variado de forma dramática. La crisis económica impone su tiránico compás cuando de sacudir fichas políticas se trata, mientras va ganando cuerpo en el malestar colectivo. Las cifras una vez más dan cuenta de ese estado de cosas: la última encuesta de Datincorp, divulgada por Carlos Raúl Hernández en Barómetro Político, amén de señalar que 76% de los venezolanos evalúa negativamente la gestión de Maduro, revela que los bloques políticos hoy se ubican en 45% a favor de la Oposición, versus 22% del otrora poderoso Chavismo.

De cara a una eventual contienda electoral –la que deberá celebrarse este año, so pena de juntar terminantes motivos para la abierta cuchufleta contra la democracia- es de esperar que el elocuente cambio de fuerzas añada bruscos matices a esa situación de guerra permanente (y encima, televisada) en la cual nos sumió el régimen. Con todo el poder aún en sus manos pero sin real facultad para la faena ni recursos suficientes para gestionar el descontento y la frustración de una población desmejorada, sabemos que la solución pasa por retornar a la puja entre opuestos absolutos: mudarse de la guerra de maniobra a la “guerra de cerco”, atizar la vieja pira radical y polarizante que los ha mantenido a flote entre sus adeptos, dividir a la oposición y promover entre ellos el estado de Deception” (esto es, inducir al otro a cometer errores a través de la manipulación, distorsión o falsificación de evidencia, a fin de llevarlo a optar por una especie de suicidio). Como aconseja Sun-Tzu en el “El Arte de la Guerra”, la regla es apelar al engaño para confundir al enemigo, estropear sus planes y destruir sus alianzas.

El aviso es claro: y sensato es que la oposición, por primera vez favorecida por las circunstancias para un triunfo real (¿nos asiste el hegeliano Ardid de la Razón?); capaz, ahora sí, de conjurar el ventajismo electoral si permanece unida, se blinde en todas las formas posibles -sobre todo contra la atroz embestida emocional, moral e intelectual- para neutralizar la guerra sucia, temible criatura en desarrollo. Frente a la desmejora de las condiciones y tal como sugiere Gramsci, es seguro que “el dominante tenga que sacar a relucir todos sus recursos”, lo cual “prueba el cálculo que ha hecho acerca del adversario”.

A merced de esa aviesa pero ineludible lógica de la guerra política (a estas alturas, la polarización se convierte en avío de lucha electoral) a la oposición parece tocarle asumir una verdad inédita: aún sin el aplastante poder del Estado, esa posibilidad preciosa de convocar una nueva mayoría le abre un chance de reubicarse en la ofensiva, de abrir una brecha definitiva e irreversible en la defensa del adversario. Para eso hace falta no sólo abrazar la disciplina de un solo cuerpo, sereno y cohesionado, sino reconstruir la confianza. Paradójicamente, la experiencia previa actúa aquí como un bumerang. Como dice Luis Vicente León, “ha surgido una generación opositora que está como curtida”: la misma gente a la que antes se le hizo creer que el triunfo estaba asegurado, es la que hoy, ante una oportunidad concreta, ya no quiere creer “lo que por fin está pasando”.

Urge procurar que tal certeza se entienda y se contagie. Ha llegado la hora de sortear la manipulación, el desaliento inducido, el miedo que se ceba con malicia en todos los flancos, para apropiarse de un optimismo fundado en realidades, en ese reclamo de paz y progreso que todos merecemos tras tanta fatigosa refriega. Después de todo, Sun Tzu también advertía que no se obtiene beneficio alguno de una Guerra Prolongada.

@Mibelis

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