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La hipocresía

Hubo una época en que se decía que los chilenos éramos los ingleses de América del Sur, aludiendo a la sensatez y sobriedad de nuestra gente, y a la fortaleza y seriedad de nuestras instituciones. Hoy creo que lo que era un halago para nosotros sería una ofensa para los ingleses, porque Chile se ha convertido en una farándula en la que las materias más trascendentales se tratan con una ligereza y chabacanería casi visibles.

En ese deterioro cultural, ciertas hipocresías colectivas se han vuelto simplemente estructurales. No es posible que en un país que pretende ser serio, llevemos más de doscientos años viviendo en la ficción de que los partidos políticos y sus campañas electorales se financian con las cuotas mensuales de sus afiliados. Deben ser ya pocos los chilenos que ignoran que la política se financia por canales perfectamente conocidos: el saqueo del erario por mil cauces distintos (desvíos de recursos, comisiones por contratos, sobreprecios, etcétera); la «pasada de platillo» en las empresas y los grupos económicamente poderosos, y, eventualmente, los aportes desde el exterior provenientes de interesados en los asuntos internos de Chile, que van desde gobiernos a personas naturales, y desde motivaciones ideológicas a hasta nobles y altruistas solidaridades.

El uso más o menos intenso de cada uno de estos canales de financiamiento depende, largamente, de la posición política de los actores, y es así como, en general, los partidos de izquierda han abusado del primero; los de derecha han preferido el segundo, y se han distribuido equitativamente el tercero de estos canales. Todo chileno de buena memoria, si repasa nada más que los últimos cincuenta años de nuestra historia, recordará fácilmente escándalos públicos generados por esta materia y en los cuales han sido protagonistas todos los componentes de nuestro arcoíris político. Estoy casi seguro de que un buen investigador que se dedique al tema podría engrosar fácilmente el listado que ha salido a la opinión pública y extenderlo tal vez hasta los albores de nuestra república.

Por supuesto que cada vez que estalla un escándalo por este mismo asunto, comienza el juego del empate, que es siempre muy fácil porque han quedado huellas por todas partes y en todas las épocas. Hoy es el caso Penta, pero mañana será la réplica y a eso seguirá la réplica de la réplica, todo ello con grave daño para la necesaria confianza pública en que se basa toda la institucionalidad democrática.

Mientras sigue vigente esta hipocresía institucionalizada que postula que los partidos políticos y sus campañas electorales se financian del aire, lo único que veremos son innobles guerrillas políticas en que la justicia es instrumentalizada y los legisladores, dado su amplísimo techo de vidrio, pierden el tiempo en recriminarse y defenderse cuando el país más necesita un trabajo serio y responsable en materias tan trascendentales como seguridad, salud, educación, etcétera.

En Chile ya son muchos los que atentan contra la institucionalidad democrática que nos rige y una de las armas más efectivas para destruirla es el desprestigio. Todos se preocupan de que ya la mandataria sea minoría en su aprobación, pero no muchos se preocupan de que esa aprobación sea todavía mucho menor cuando el cálculo se refiere al Parlamento, a la justicia, a los partidos políticos y a sus principales dirigentes. Una democracia libertaria no puede subsistir largamente si sus instituciones básicas no inspiran ni respeto ni confianza, y de eso deberían preocuparse todos nuestros políticos mucho más que de la estéril guerrilla en que farandulean sus funciones.

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