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La literatura del más allá

Definitivamente, no es agradable el morirse. Algunos sostienen que en los velorios la mayoría de los asistentes procura reírse y se llega al extremo de pasar la noche contando chistes, porque sin reconocerlo abiertamente, a los vivos presentes les encanta no estar en el lugar del occiso. Aunque todos sabemos que nos va a tocar alguna vez, inevitablemente, cada vez que nos enteramos de la muerte de algún conocido, nos sentimos felices de que en esa ocasión ese bingo lo cantó otro, y aunque nos duela que se haya ido, también nos contenta el habernos quedado, por ahora, (como dijo el tercio aquel).

Pero si aparentemente las ventajas le corresponden a los que permanecen vivitos y coleando, hay una ventaja de la cual disfruta exclusivamente el difunto, y es la de no tener que pasar por la vergüenza de aparecer entre los responsables de haber producido tanta cursilería, a propósito precisamente de su salida sin retorno.

Capítulo aparte en la Literatura mundial merecen todos aquellos textos que se inspiran en el fallecimiento de alguien, y pudiéramos clasificarla como Literatura del Más Allá, aunque es cometida única y exclusivamente por los deudos que se encuentran en el Más Acá.

Del análisis de esta particular variante literaria se desprenden varias conclusiones; En primer lugar, a diferencia de la literatura policial que gira en torno a las causas de la muerte de alguien y tras muchos interesantes rodeos nos señala al culpable y su método, en la literatura del más allá prevalece el eterno misterio en torno a la causa del fallecimiento. Jamás se indica específicamente qué causó la muerte del nombrado en el aviso de marras, sino que se disimula tras unos eufemismos que engloban una increíble variedad de posibilidades.

A la mayoría de quienes tiemplan cacho les endosan el “Ha muerto cristianamente”, a pesar de que absolutamente ninguno de ellos tuvo que cargar una cruz, ser azotado a lo largo de varias cuadras hasta su Gólgota particular y terminar su agonía clavado a la susodicha cruz. El eufemismo pretende indicar que la muerte fue el resultado de un proceso natural, una enfermedad por lo general, y resulta que Cristo tenía en el momento de ser crucificado treinta y tres añitos, estaba en la flor de la vida y, que se sepa, no adolecía de enfermedad alguna. De modo que morirse “cristianamente” resulta casi la antítesis de aquella defunción primigenia, de la cual deriva este eufemismo.

En algunos casos se deciden a mencionar parte de la causa, pero se la generaliza tras la frase “luego de penosa enfermedad”, sin mencionar específicamente la dolencia y dejándonos en la más profunda de las confusiones, puesto que ninguno de nosotros conoce una enfermedad que no sea penosa. Dicen que de amor se muere, pero en los casos en que ello ocurre, suponemos que es la pena lo que mata al sufriente, de modo que también cuando la causa es el amor, la muerte sobrevendría “tras penosa enfermedad”. El asunto es que jamás se menciona cual enfermedad se llevó a nuestro amigo o familiar, como si eso estuviera tácitamente prohibido por Ley. Y cuando la enfermedad es de esas mal vistas, socialmente hablando, Sífilis o Sida por ejemplo, míquiti que la nombran.

Ahora, si la solicitud de pista para elevarse a otros aeropuertos fue producto de tremendo mamonazo, delicada cuchillada, sonoro tiro a quemarropa, traicionero palo cochinero, o a partir de un choque de vehículos de esos en los que hay que llamar a María y a los de la Chivera, entonces la real causa se disfraza tras el eufemismo “sensiblemente”. Extrapolando, esos machotes que golpean a sus cónyuges pueden referirse sifrínamente al suceso, diciendo que estaban “sensibilizando” a la propia.

Y qué decir del empeño en referirse al que se montó en el autobús de la pelona, como aquel o aquella “quien en vida fuera” esposo (a), progenitor (a), amigo (a), socio (a), pariente o simplemente ilustre y destacado en algún campo. Suficientemente difícil es ser cualquiera de esas cosas en vida, más difícil aun suponemos que sea tratar de serlo luego de muerto, posibilidad que parece implicar la expresión que ubica la condición del difunto como familiar «en vida». Definitivamente persona ilustre y destacada sí le corresponde, porque para poder seguir siendo todo aquello habiendo pasado la madre de todas las talanqueras, indudablemente que se requiere ser ilustre y destacarse.

En cierto modo la muerte viene a ser una especie de Detergente, ya que a ningún occiso le endilgan condiciones negativas. Todo el que se residencia en la urbanización más tranquila (para los enterrados, porque a los que quedan sobre tierra, incluso en los cementerios los atracan), automáticamente fue buen hijo, buen padre, buen hermano, buen amigo, buen vecino, buen trabajador, y paremos de contar. Revisar las cosas que se dicen de los muertos en los dichosos avisos de prensa, es como hacer inventario de vírgenes y santos. Y uno se pregunta a dónde van a parar todos esos codesuma que no han hecho otra cosa en vida que daño a sus semejantes. El filtro de la muerte diluye los cachos, las golpizas, el maltrato verbal, la falta de consideración, el machismo, la altanería, la retrechería, la ordinariez, la pichirrez, el desamor, la suciedad, la perversión, la traición, la negligencia, la vagancia, la incapacidad, y tantas características de algunos especímenes de carne y hueso, que parecen evaporarse junto con sus últimos suspiros.

Pero además de no describirlos como fueron es@s malandr@s, en ocasiones se llega a extremos de redibujarl@s a través de insufribles acrósticos o prosaicos textos de pésimo gusto y de subidísima cursilería. Los muertos, precisamente por el hecho de que están muertos, descansan en paz. Pero quienes quedamos vivos, y tenemos el mal hábito de leer prensa, no disfrutamos de esa paz, porque nos alborotan la fiera atávica que llevamos dentro, cada vez que nos encontramos con uno de esos obituarios empeñados en disfrazar al muerto (a) de lo que él o ella no eran, y a la muerte de lo que tampoco ella fue. ¿Y cómo sabe el occiso en cual medio va a salir el mensaje que le dirigen?.

También adolecen la mayoría de los obituarios de dar poca información esencial sobre los occisos, al menos su edad, su ocupación, su condición familiar, mientras abundan en esos textos referencias a quienes redactan las notas de presuntas condolencias, que terminan siendo promoción de los vivos opacando al protagonista de la defunción. Yo estoy a favor de textos breves, con lo imprescindible, lo que debería incluir la foto de quien se nos adelantó, que en muchos casos es lo que permite identificarlos, en especial cuando fue más conocido por un sobrenombre (con frecuencia, impublicable).

¡ Ay men !  ¡como dirían en Puejlto Jrico  ! (donde, por cierto, cuando son bandidos con mucho dinero -mal habido, of course-, los embalsaman y colocan en posiciones en las que parezcan estar vivos y disfrutando del velorio: sentados sobre su moto, parados apoyados en una pared, formol dinámico tierrúo). En algunas partes de medio oriente y África, les hacen entierros semi-faraónicos, junto a la urna, muebles y electrodomésticos o el vehículo del pretencioso y egoísta fallecido, que prefiere que sus bienes se pudran, en lugar de dejárselos a sus herederos. Otros dejan tremendo brollo al estirar las extremidades, pues post morten aparece el segundo frente que mantuvieron discreta o clandestinamente, y aquello puede desembocar en escandalosas tánganas, con los primeros rounds en la funeraria y los últimos en el cementerio, esposa y amante agarradas de las mechas, zumbándose pellizcos, coronas y malas palabras, ante el estupor de los hermanastros que hasta entonces ignoraban sus rocheleras consanguinidades, data que por supuesto no será mencionada en ningún obituario.

Ahora cumplo con el lamentable deber de informarles que este artículo ha terminado sensiblemente, cristianamente, luego de penosa inspiración, y que sus restos serán publicados en algún espacio virtual de Opinión, para que sobre la pantalla y en la memoria de los lectores pueda descansar, por los siglos de los siglos.

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