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La marcha de la locura

Cuando un país, como Venezuela, carece de un plan de ruta histórico consistente, serio y responsable en función de logros y realizaciones podemos decir que la locura e irracionalidad se instaló en su telaraña genética. «Avanzas en lo blanco lentamente, avanzas con el peso de lo negro que siempre hubo en ti, con lo que hiere y duele y nos enferma, con todo el mal que en siglos hemos hecho, con todo el mal que en siglos nos hicieron» (AC) diría el poeta sobre nuestra atribulada andadura.

El proyecto civilizatorio venezolano es una ilusión. Decir esto en los actuales momentos alrededor de una decadencia estrepitosa no es ningún acierto teórico. Lo indígena y lo africano es una reminiscencia de un rencor histórico apenas solapado por la riqueza petrolera despilfarrada. Lo europeo hispánico es el recuerdo de una tiranía, cierta o falsa, que justifica nuestro reconcomio perenne hacia una exploración hacia la nada: El Dorado.

La Independencia, brutal como pocas, desdibujó aún más el diseño imperfecto de un mundo colonial salvaje y oscurantista que abolimos por decreto con la fundación de la Gran Colombia, una «ilusión ilustrada» según el decir de Luis Castro Leiva.

Los derroteros de la nueva republica aérea durante el aciago e invisible siglo XIX fue la instalación en el tejido social de la violencia y la pobreza bajo la feroz batuta de caudillos pendencieros y sin atributos civilistas. Ninguno de ellos fue capaz de entender que la grandeza nacional debía estar por encima de los pequeños intereses de la patota familiar: Páez, los hermanitos Monagas, Guzmán Blanco, Joaquín Crespo, Cipriano Castro y el «Bisonte» Juan Vicente Gómez. El militarismo tropical se nos instaló haciendo de la fuerza el árbitro dentro de una nación ultrajada. 25 Constituciones mal heridas testimonian la huella pálida del ardid leguleyo.

La explotación petrolera, un gran acontecimiento, sacudió los tradicionales cimientos de una sociedad provinciana, harto modesta, y anacrónica, cuyos logros quedaban reducidos alrededor de mitos y leyendas. La gloria venezolana se momificó en un pasado exaltado de rufianes trocados en héroes, de pomposos derrotados incapaces de ver más allá de sus narices.

El petróleo instaló una ilusión de progreso y armonía social que nos hizo pensar que la dialéctica de la decepción iba a desaparecer para dar paso a las bondades de la modernidad. La república civil y democrática apenas tuvo un pequeño auge. Timorata, volvió a ceder sus prerrogativas a los intereses de grupos, logias y partidos haciendo de su existencia una promesa incumplida.

Hoy, el proyecto venezolano en ciernes, si de tal forma se le puede llamar al desmantelamiento del Estado de Derecho y su irremediable aniquilación, es una marcha de la locura, un desempeño de la irracionalidad.

Los venezolanos vivimos un terrible drama humano, el de creer y soñar que pertenecemos a una existencia histórica superior, mientras que la vida real, desnuda y escueta, es implacable en mostrarnos una consistencia promedio, o mejor sea dicho, un rendimiento desafortunado.

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