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La narrativa del odio: cruda y eficiente estrategia

Carlos Castillo

Fue parte de su estrategia electoral, y funcionó: designar a un enemigo, construir una narrativa de campaña que lo señale como culpable de los males de la nación, azuzar a sus huestes en contra de ese nuevo enemigo, utilizar el miedo como herramienta, radicalizar a los votantes, obtener el triunfo.

Lo más grave es que, en efecto, funcionó, y sigue funcionando.

Donald Trump ha hecho de la demagogia un recurso constante, ya fuera como candidato, ya sea como presidente, y ese continuo ataque en contra del otro, del migrante, del diferente, tuvo el fin de semana pasado consecuencias que cobraron la vida, hasta el momento, de 29 víctimas durante dos tiroteos en espacios públicos, en contra de población indefensa.

Los estados de Texas y Ohio fueron los sitios elegidos por quienes arguyen una «invasión» que desplaza y sustituye a la «población blanca», según el texto redactado por uno de los asesinos, en El Paso, quien además señaló su intención de matar a «la mayor cantidad de mexicanos» que fuera posible.

Si bien estas declaraciones chauvinistas y xenófobas no son ajenas en algunos sectores de la vida pública estadounidense, el que tengan en la autoridad electa democráticamente un impulso desde el propio discurso político contribuye de manera lamentable a fomentar y reforzar argumentos simplistas, falsos y que ponen literalmente en la mira a un grupo racial inserto de manera plena en la vida pública.

Nada diferente, en el fondo, a ese nacionalismo que ha sido la base de no pocas alternativas populistas, que lindan ya con el fascismo y que ponen en jaque los valores democráticos del pluralismo, la diversidad, la tolerancia y el respeto por el otro.

Tampoco nada distinto a narrativas de gobierno que, siempre desde las campañas, apelan a los sentimientos más básicos del electorado para sumirlo en una postura donde solo existen motivos irreductibles, donde no hay puntos medios, donde el todo o nada destruyen la naturaleza dialógica y consensual de la política.

Y puede ser un grupo racial, un sector de la sociedad, un segmento de la población, una minoría o incluso una mayoría pacífica: para el demagogo y para el fascista lo importante es limitar la realidad a dos extremos irreconciliables para radicalizar y señalar culpables, la lógica del amigo y enemigo, la dialéctica del vencedor y la víctima, el discurso del opresor y el oprimido.

Cuando esa estrategia triunfa, las posturas se recrudecen y se tornan irreconciliables.

La legitimidad electoral lleva a que el líder mesiánico y su grupo asuman —también en una estrategia clara del populismo— que portan la representación de todo el pueblo, y que en nombre de ese supuesto todo tienen derecho a decidir, como si el resto no importara o fuera prescindible.

Y como la realidad es siempre y por fortuna compleja y múltiple, cuando los resultados no son lo que el populista esperaba, señala como culpable a ese grupo y utiliza la tribuna pública para continuar su discurso de descalificación y denuesto.

Si es en la Hungría de Orban, el culpable es George Soros. Si es en la Francia de Le Pen o en la Alemania de AfD, los culpables son los migrantes. Si es en el México de López Obrador, los culpables son los opositores, lo que él llama «la mafia»; si es en Venezuela, el culpable es «el imperio» o la «oligarquía».

Siempre un culpable único: la reducción de la realidad a una expresión simplista.

Tarde o temprano, ese continuo señalamiento hallará una mente torcida que se asuma como portadora de una solución: y en los Estados Unidos de Trump, esta mente fue la de asesinos que decidieron atentar contra lo que consideran —porque lo han escuchado, porque se los han repetido, porque la gente que quizá admire se los ha señalado una y otra vez— el mal que es causa de todos los males de su país.

El discurso del odio es, precisamente eso: odio. Y el odio, como los sentimientos básicos del ser humano, huye de la razón para ser solamente instinto.

La responsabilidad de candidatos y gobernantes en la construcción de ese mundo maniqueo donde solo cabe el pensamiento único es clara, tiene consecuencias y genera heridas colectivas que pueden devenir espirales de violencia crudas e impredecibles.

Como los grandes temas de nuestro tiempo, la migración, la convivencia entre diferentes, la pluralidad y la diversidad deben asumirse con un alto sentido de la dignidad humana: esa que es propia de cada mujer y cada hombre por el solo hecho de ser; esa que debe protegerse y defenderse, sobre todo entre los más débiles; esa que nos hace iguales en derechos y obligaciones; esa que no puede sacrificarse por ningún motivo, mucho menos por una campaña electoral.

Es lamentable y trágico lo ocurrido en Texas y Ohio. Tan trágico y lamentable como constatar que el odio tiene adeptos y seguidores, así como azuzadores que lo disfrazan mediante mercadotecnia para ganar algunos votos.

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